Otro más que muerde el polvo: ¿qué futuro tiene el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos?

Cuando, en diciembre de 2017, el Príncipe Zeid Ra’ad al-Hussein de Jordania anunció que no buscaría un segundo mandato como Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, lo que significa que dejará el cargo a mediados de 2018, muchos integrantes de la comunidad de derechos humanos se sintieron sumamente decepcionados. Pero esto no debería haber sido una sorpresa.

Remontándonos hasta hace casi 25 años, ninguno de los principales predecesores de Zeid ha logrado llevar a término dos periodos completos (8 años) en el cargo, como se prevé en la Resolución de la Asamblea General de la ONU. Además, estas salidas tempranas suelen ir acompañadas de reportes según los cuales quienes abandonan el puesto lo hacen porque perdieron el apoyo del Secretario General o porque su mandato fue socavado por gobiernos poderosos.

La salida prematura de Zeid, por lo tanto, suscita la siguiente pregunta: ¿es posible hacer el trabajo? En el cumplimiento de su mandato, ¿debe el principal funcionario de derechos humanos de la ONU incomodar a los gobiernos a tal grado que estos le impidan su permanencia en el cargo? ¿Vale la pena pagar ese precio?  No cabe duda de que la posición del Alto Comisionado se fortalecería si tuviera un mandato único de seis o siete años; de esta manera, la renovación no pendería sobre su cabeza cual espada de Damocles a los cuatro años.        

Zeid ha sido un portavoz destacado y elocuente en la defensa de los derechos humanos, desafiando a los Estados (incluso a los más poderosos) para que estén a la altura de sus compromisos. Sus discursos periódicos ante el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas fueron dignos de mención al no rehuir la idea de denunciar a los países específicos, a pesar de que muchos de los Estados así desacreditados lo condenaban por hacerlo. Ha sido una voz particularmente activa para llamar la atención sobre los peligros que suponen los populistas y nativistas, cuyos credos intolerantes han ganado más atención, y en ocasiones apoyo político, en los últimos tiempos.

Claramente, esto no le ganó muchos amigos entre los países poderosos, incluidos los EE. UU. Pero queda menos claro si su franqueza surtió un efecto considerable. Vale la pena preguntar: ¿la prioridad del Alto Comisionado debe ser alzar la voz incluso si el costo de hacerlo es perder el apoyo político necesario para llevar a término su mandato completo? El Alto Comisionado no es solo la conciencia de la ONU en materia de derechos humanos. La persona que ocupa este cargo también tiene la tarea de coordinar las innumerables actividades de derechos humanos de la ONU, emprender una diplomacia de derechos humanos activa (y quizás menos pública) y encabezar los esfuerzos para reformar los procedimientos a menudo superpuestos, anticuados y engorrosos de la ONU. 

La sociedad civil presentó la idea de un Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en el periodo previo a la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena en 1993. Se sugirieron muchas funciones para incluirlas en el mandato del Alto Comisionado, pero la exigencia básica no negociable es simple: el Alto Comisionado debe tener el deber general de promover y proteger los derechos humanos en cualquier lugar.

La exigencia básica no negociable es simple: el Alto Comisionado debe tener el deber general de promover y proteger los derechos humanos en cualquier lugar.

Parece obvio, pero en esa época la ONU normalmente solo alzaba la voz o exigía que se actuara en materia de derechos humanos cuando el funcionario pertinente podía fundamentar su llamamiento en algún voto o autorización de las Naciones Unidas específico para un país. Por ende, la intervención de las Naciones Unidas en materia de derechos humanos se limitaba en gran medida a los Estados con pocos amigos en la Organización (o al menos entre las grandes potencias). Así, el Alto Comisionado representó un gran salto hacia adelante: el puesto personificaba el mandato general de la ONU en materia de derechos humanos, con base en la Carta de las Naciones Unidas. El titular del cargo podría actuar en cualquier momento y en cualquier lugar en el que los derechos humanos estuvieran en riesgo.

Este mandato de protección general ha producido resultados reales: los Altos Comisionados han incluido las crisis desatendidas en la agenda global; se ha producido un cambio muy necesario hacia la colocación de personal de derechos humanos en el terreno, y el Alto Comisionado ha amplificado las voces de los defensores locales de derechos humanos.

Hoy en día, sin embargo, la voz del Alto Comisionado suele ser solo una entre muchas. Hay casi 60 observadores independientes de derechos humanos (“Relatores Especiales”) designados por el Consejo intergubernamental de Derechos Humanos; en 1993, apenas había una docena. Del mismo modo, la ONU dirige actualmente investigaciones de derechos humanos sobre crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra; durante la última década se concluyeron ocho investigaciones. El Consejo se reúne con regularidad en sesiones de emergencia, existe una Corte Penal Internacional y el Consejo de Seguridad de la ONU incluye inquietudes de derechos humanos en sus resoluciones frecuentemente (aunque de forma poco consistente), algo que rara vez ocurría en 1993. El Consejo de Seguridad también ha autorizado el despliegue de más de 1,000 miembros del personal de derechos humanos en las misiones de mantenimiento de la paz de la ONU. Ellos también emiten informes y declaraciones de preocupación, como lo hace cada vez con más frecuencia el Secretario General de las Naciones Unidas.

En resumen, la brecha identificada en 1993 se ha reducido considerablemente, al menos en lo que concierne a que la ONU señale a los violadores de derechos humanos.

Pero hay otras brechas que persisten y se amplían. El crecimiento de los mecanismos de derechos humanos de la ONU no se ha visto acompañado por un crecimiento evidente en su eficiencia o eficacia. De hecho, los procedimientos múltiples y superpuestos son un peso que entorpece lo que debería ser un sistema ágil y receptivo. Además, aunque al menos desde finales de la década de los 1990 los Altos Comisionados han priorizado la colocación de personal en el terreno, más de la mitad permanece en Ginebra y Nueva York; en contraste, el 87 % del personal de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados trabaja en el terreno. Este desequilibrio debilita seriamente la capacidad de la Oficina para llevar a cabo una diplomacia de derechos humanos eficaz. Por otra parte, debido a la escasez de fondos y debilidad relativa de la Oficina del Alto Comisionado, le resulta difícil coordinar estrategias que abarquen todo el sistema de las Naciones Unidas. Ha pasado más de una década desde que propuso alguna reforma significativa.

La conclusión puede parecer obvia: el Alto Comisionado debería dedicar menos tiempo a hacer declaraciones y más tiempo a fortalecer y reformar tanto su Oficina como el sistema de derechos humanos de la ONU. Desde esta perspectiva, un perfil menos público podría producir menos resistencia a la tan necesaria reforma: la diplomacia tendría éxito ahí donde fracasa el activismo.

Flickr/UN Geneva (CC BY-NC-ND 2.0-Some Rights Reserved)

El Sr. Zeid Ra'ad al Hussein, Alto Comisinado de las Naciones Unidas para los derechos humanos, habla duante el segmento de alto nivel de una reunión del Consejo de derechos humanos.


Por supuesto, no es tan sencillo. Muchos Estados se resisten al fortalecimiento de los esfuerzos de la ONU en materia de derechos humanos sin importar lo que diga, o no diga, el Alto Comisionado. Y aunque un enfoque más “diplomático” podría convenir a algunos Estados, al mismo tiempo alarmaría a la sociedad civil y a los activistas que confían en el liderazgo del Alto Comisionado. Si bien los Estados pueden ignorar las denuncias de Ginebra o Nueva York, no cabe duda de que un Alto Comisionado activista ofrece consuelo y apoyo a los defensores de derechos humanos asediados.

No hay respuestas fáciles a la pregunta planteada. Quizás es simplemente lamentable, pero necesario, que el mandato del Alto Comisionado sea un cáliz envenenado: si haces bien el trabajo, es poco probable que te vuelvan a designar. Sin embargo, dada la gran cantidad de cambios que se han producido desde 1993, vale la pena reflexionar más a fondo sobre una manera creíble de desempeñar este mandato para que el Alto Comisionado deje el cargo cuando el trabajo esté completo, y no cuando los Estados determinen que su tiempo se ha terminado.

Una propuesta es establecer un mandato único y de mayor duración, pero podrían considerarse otras opciones, incluida una mejor coordinación entre el Alto Comisionado y los expertos independientes del Consejo para aumentar el espacio diplomático. El Alto Comisionado actual partirá en agosto y los principales actores ya están utilizando maniobras políticas para designar a su sucesor. Si no queremos que esta persona corra la misma suerte, este es el momento de reconsiderar las prioridades y fortalecer el mandato.