El cosmopolitismo cotidiano: aferrarse a la fe de la humanidad en común


En uno de sus últimos ensayos, el difunto historiador Tony Judt expresó su desacuerdo con “el conocido insulto del ‘cosmopolita sin raíces’”, el cual le parecía “demasiado impreciso” para dar cuenta de todo el abanico de sus herencias contrastantes. En cambio, Judt prefería “el lugar donde países, comunidades, lealtades, afinidades y raíces chocan incómodamente entre sí, donde el cosmopolitismo no es tanto una identidad sino la condición normal de la vida”.  

Esta reflexión captura una verdad esencial sobre el cosmopolitismo: es un concepto más coherente y convincente como una experiencia viva y vivida por la gente común que como un experimento de reflexión psicológica. El proceso de tomar en consideración y reconciliar la multiplicidad en nuestras identidades y las de los “otros” es tan evidente en las regiones rurales de Indiana como en el Londres metropolitano o la zona suburbana de Teherán.  

Sin duda, este “cosmopolitismo cotidiano” —la suma de experiencias humanas ineludibles, en su mayoría banales, pero siempre contingentes, que “chocan incómodamente entre sí”— está muy alejado de la visión liberal-cosmopolita de una identidad universal abstracta basada en la racionalidad compartida. No obstante, al tratar de reconciliar la identidad y la diferencia dentro de los límites de la coexistencia, el cosmopolitismo cotidiano también revela su preferencia por el reconocimiento universal de los seres humanos como fines en sí mismos —aunque sea de manera sutil, tácita o disputada.  

De hecho, es indiscutible que el reconocimiento básico de esta preferencia sustenta el discurso y la práctica de los derechos humanos. Ya sea a nivel local, regional, nacional o mundial, las luchas a favor de los derechos humanos se fundamentan en la presunción de una igualdad de respeto por la dignidad humana. Lo que resulta más difícil de acordar es si este entendimiento compartido también debe servir como la justificación primordial de los derechos humanos, independientemente de su contenido, alcance y ubicación.  

Esta última interrogante ha sido objeto de gran atención académica e intelectual, y el quid de la cuestión gira en torno a una concepción de los derechos humanos que valora la racionalidad universal por encima de las identidades y los vínculos locales.  

Sin embargo, sería un error sacrificar la somera universalidad del cosmopolitismo cotidiano en el altar de versiones más integrales de esta visión liberal. Por ejemplo, no es necesario adoptar una visión liberal-cosmopolita de la pertenencia universal a la comunidad humana (y, de hecho, muchos liberales no lo hacen) para identificarse con las luchas locales contra la brutalidad policial en una ciudad del medio oeste estadounidense, u oponerse a la prohibición del uso del velo en las escuelas públicas de Lyon.  

Como expresa la pregunta retórica de Charles Larmore: “¿Por qué no podemos afirmar un conjunto de deberes [o derechos] vinculantes para todos sin suponer que deben ser justificables para todos?”. 

A nivel local, la mayor parte de los movimientos y el activismo con base en los derechos encarnan un universalismo contextual que afirma el valor intrínseco de respetar por igual a todas las personas como fines en sí mismas. Esto complica nuestra visión del cosmopolitismo, ya que revela que, lejos de ser un modelo de conformismo y racionalidad compartida, el cosmopolitismo cotidiano es un espacio de disputa entre valores que compiten entre sí, identidades divergentes, experiencias que se entrecruzan, desigualdades innumerables y disparidades de poder.  

Según esta concepción, los derechos humanos representan un cosmopolitismo que no privilegia ni al individuo ni a la cultura, sino al proyecto productivo general de la formación de identidades. En este proceso, los agentes, las estructuras y los discursos que los unen están implicados y son cuestionados continuamente.  

De lo anterior se deduce que la legitimidad de las luchas locales por los derechos humanos no se deriva simplemente de la apropiación de ciertos derechos y valores abstractos, sino de una variedad irreductible de puntos de vista y estilos de vida que se respetan y toleran —aunque no siempre se validan— a través del diálogo, la reciprocidad y la lucha continua. 

En un sentido crucial, este proceso es justo lo que posiciona a los derechos humanos como un baluarte especialmente eficaz contra las visiones autoritarias y excluyentes de la vida social a nivel local. Entre los numerosos ejemplos de movimientos inspirados por esas prácticas se encuentran grupos de derechos como el Greek Forum of Migrants que aboga por la igualdad de derechos, el asentamiento humanitario y el reconocimiento cultural de las poblaciones desplazadas y migrantes que ingresan a Europa a través del sur de Grecia.  

La red de organizaciones locales del GFM establece diálogos tanto con las comunidades de acogida como con funcionarios a nivel municipal, provincial y nacional, sobre la base de fundamentos jurídicos y a través de llamamientos a los ideales morales y políticos consagrados en la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE en Grecia. Desde que comenzaron los embates nacionalistas y xenófobos contra la entrada de migrantes predominantemente de Medio Oriente y África del Norte a la UE, el GFM se ha centrado en campañas contra la discriminación y el racismo, encaminadas a contrarrestar la propaganda de extrema derecha y la incitación a la violencia contra los migrantes.  

Sin embargo, en la lucha contra la xenofobia creciente, los reiterados llamamientos del GFM al “respeto mutuo”, la “igualdad de derechos”, la “dignidad”, la “solidaridad” y la “justicia” van más allá de la mera invocación de ideales universales. Subrayan cómo el racismo y la discriminación hieren la base misma de la coexistencia: respetar por igual a todas las personas como fines en sí mismas. Estas afirmaciones del cosmopolitismo cotidiano no son exclusivas de las causas con dimensiones o beneficiarios transnacionales; desde las iniciativas locales para erradicar el hambre o garantizar el acceso universal a la educación, la atención de la salud, los ingresos básicos, y más, son parte integrante de campañas de derechos humanos en todos los niveles.  

Ninguna de las observaciones anteriores justifica la instrumentalización de los discursos y las prácticas de los derechos humanos al servicio de órdenes hegemónicos o incluso del imperialismo manifiesto, como han demostrado ampliamente muchas guerras de conquista y misiones civilizadoras occidentales. Pero estos abusos tampoco justifican la negación y el rechazo de ciertos aspectos universales de las luchas por los derechos humanos que generan solidaridad y debate.  

Como Judt señaló, de manera un tanto profética, al final de su ensayo, “la frágil fachada de la civilización descansa sobre lo que bien puede ser una fe ilusoria en nuestra humanidad en común. Pero ilusoria o no, nos conviene aferrarnos a ella. Sin duda, esa fe —junto con las limitaciones que impone a la mala conducta humana— es lo primero que se pierde en tiempos de guerra o de disturbios civiles”.