El derecho a procrear, en particular con el uso de tecnología de reproducción asistida (ART), se ha convertido en una cuestión cada vez más apremiante dentro de la legislación sobre derechos humanos. Países de todo el mundo han entablado debates sobre cómo regular el uso de estas tecnologías, y las demandas al respecto han llegado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos y al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
La legislación y las políticas públicas destinadas a regular la reproducción pueden tener efectos contradictorios. Pueden obligar a individuos y grupos a reproducirse en contra de su voluntad, al tiempo que impiden hacerlo a otros que desean reproducirse. Al regular la reproducción asistida, los países deben decidir si una técnica (como la fecundación in vitro o la maternidad subrogada) está permitida y, en caso afirmativo, quién tendrá acceso a ella. En este contexto, algunos grupos -por ejemplo, las mujeres solteras y las personas LGBTQI+- suelen quedar excluidos del acceso a los servicios de salud reproductiva debido a su situación legal o a su identidad social.
La Sociedad Europea de Reproducción Humana y Embriología (ESHRE) ha trazado un mapa del acceso a las ART en 43 países europeos. Sus datos muestran que, mientras que una mujer de 30 años con una relación heterosexual puede acceder a las ART en 42 de estos países, las mujeres de la misma edad solteras o con una relación homosexual sólo pueden acceder a las ART en 31 y 19 países, respectivamente. En otras partes del mundo también se observan marcos restrictivos similares. El acceso a la ART puede ser incluso más controvertido que el matrimonio entre personas del mismo sexo. Un ejemplo es el caso de Portugal. Aunque el matrimonio entre personas del mismo sexo se reconoció legalmente en 2010, el acceso a las ART no se amplió a las mujeres solteras y a las que mantienen relaciones con otras mujeres hasta 2016.
Cuando el derecho a la reproducción es resultado del uso de las ART, los responsables se sienten con derecho a decidir quién puede tener hijos y quién no. La disparidad de normativas revela las limitaciones ideológicas relativas a la composición familiar -normalmente vinculadas a la concepción tradicional de la familia como un hombre, una mujer y sus hijos- y promueve la exclusión de las familias que no se corresponden con este estereotipo.
A pesar de que los derechos reproductivos han sido reconocidos como derechos humanos en la legislación sobre derechos humanos, las razones más comúnmente utilizadas para excluir a las mujeres solteras o que mantienen relaciones con otras mujeres del acceso a la ART no tienen una base jurídica adecuada. Por el contrario, se basan en creencias discriminatorias y poco científicas.
Quienes defienden una concepción tradicional de la familia han argumentado, por ejemplo, que un niño con una o dos madres y sin padre no se criaría adecuadamente o, especialmente en el caso de los padres queer, sería propenso a “convertirse en homosexual.” Sin embargo, los estudios demuestran que no existen diferencias notables entre los resultados familiares de las familias con progenitores heterosexuales y las familias con progenitores de minorías sexuales. También cabe señalar que el argumento sobre una supuesta probabilidad de convertirse en homosexual parte del supuesto de que la homosexualidad es inferior a la heterosexualidad y, por tanto, indeseable. Este supuesto es, en sí mismo, discriminatorio.
También están en juego las desigualdades interseccionales vinculadas a la clase social y al estatus. Los marcos jurídicos prohibitivos que excluyen a las mujeres solteras o que mantienen relaciones con otras mujeres no sólo les impiden a ellas y a sus familias ejercer sus derechos reproductivos, sino que también tienen un impacto dispar en quienes no tienen acceso a recursos económicos.
La ilegalización de una técnica o la exclusión de grupos vulnerables del acceso a ella no impide que quienes pueden pagarla lo hagan. Hay múltiples casos de personas adineradas que pagan para acceder a las ART en el extranjero; lo mismo ocurre con otros servicios de salud reproductiva destinados a evitar o interrumpir embarazos. Aunque esta alternativa permite a unas pocas personas acceder a sus derechos reproductivos, la comunidad más amplia de mujeres solteras o que mantienen relaciones con otras mujeres sigue enfrentándose a obstáculos.
Los marcos jurídicos que prohíben el acceso a las ART a las mujeres solteras o que mantienen relaciones con otras mujeres no son los únicos mecanismos que restringen el acceso de quienes no pueden pagar estos tratamientos. En algunos países, como Chile y Nueva Zelanda, estas mujeres no pueden tener cubiertos los costes de sus tratamientos de fertilidad como sí pueden hacerlo las parejas casadas heterosexuales.
Además, al no poder acceder a la asistencia médica, muchas mujeres sin recursos económicos optan por la inseminación casera. Esta técnica presenta riesgos como lesiones físicas e infecciones debidas a la esterilización inadecuada del equipo o a esperma no analizado. También puede dar lugar a batallas legales sobre la patria potestad, ya que, según el ordenamiento jurídico, el donante puede ser considerado un progenitor. Por lo tanto, restringir los derechos reproductivos de las personas puede afectar más ampliamente a su salud y sus derechos sanitarios.
Incluso en los casos en que las mujeres encuentran formas de ejercer su derecho a reproducirse, no está garantizado que tengan derechos parentales o que sus familias sean reconocidas como tales. Desde el punto de vista legal, esta falta de reconocimiento puede tener una serie de implicaciones para la madre o las madres, el niño o la niña, y para los derechos de la familia y los derechos de la infancia en general.
Dividir a las personas en grupos que pueden o no pueden tener hijos en función de su sexualidad o estado civil es discriminatorio y viola una serie de derechos humanos. No sólo las limitaciones ideológicas impiden que las mujeres solteras o que mantienen relaciones con otras mujeres accedan a sus derechos sexuales y reproductivos, sino que las condiciones estructurales y las opresiones interseccionales tienen un impacto desfavorable desproporcionado sobre algunos miembros de este grupo, en particular los que carecen de recursos económicos.
Las mujeres solteras o que mantienen relaciones con otras mujeres no deberían tener que pedir permiso o poner sus vidas en peligro para ejercer sus derechos reproductivos. Los marcos jurídicos y políticos de ART, y en particular la exclusión de estas mujeres del acceso a tratamientos ampliamente disponibles para parejas casadas heterosexuales, deben tomarse en serio en los debates sobre derechos sexuales y reproductivos y derechos humanos.