La negación de la pandemia: una tormenta imperfecta para la autocratización en Brasil

A man walks past graffiti depicting Jair Bolsonaro and healthcare workers, which reads: "Which side of the rope are you on?" in Sao Paulo. Sebastiao Moreira/EFE.


La ansiedad por la supervivencia es el sentimiento dominante en una pandemia. Como individuos, tenemos miedo de perder la vida o la salud. Como comunidad política, nos preguntamos si, y cómo, seguiremos siendo libres y democráticos. En ambos niveles, también nos preguntamos qué tanto se verán afectadas nuestras condiciones materiales y si es posible aliviar el sufrimiento de las personas más vulnerables.

Este clima de miedo debería ser la tormenta perfecta para un líder autocrático que anhela una ventana de oportunidad para aumentar su poder y debilitar las instituciones de defensa restantes. Incluso en las democracias, es una oportunidad para fortalecer las facultades discrecionales y restringir las libertades civiles básicas a cambio de la seguridad.

Las democracias constitucionales experimentan esta ansiedad en varios grados y Brasil, bajo el gobierno de Bolsonaro, la vive a un nivel sin precedentes. Al burlarse de la magnitud de la enfermedad e invertir en campañas de desinformación, o al estimular la tensión institucional y social, el presidente brasileño está garantizando que se llegue a la peor situación posible en materia de salud pública. Sin embargo, aún se desconoce cuáles serán las consecuencias políticas de esas acciones, tanto para la democracia como para el propio Bolsonaro.

A pesar de su personalidad insolente, su estilo de gobierno agresivamente ideologizado y su repertorio multifacético de legalidad autoritaria, los principales actores políticos no percibieron inicialmente a Bolsonaro como una amenaza a la democracia. En los círculos de élite, se volvió defendible la idea de que las instituciones brasileñas funcionaban lo suficientemente bien como para contener cualquier impulso autoritario de Bolsonaro. Pero mientras algunos brasileños adoptaron un eslogan de negación política —sosteniendo que la elección de Bolsonaro representa un “riesgo cero” para la democracia brasileña—, ya hay informes que muestran que Brasil es una de las principales naciones autocratizantes.

En lo que respecta al último año y medio, es preciso dividir cualquier evaluación general del desempeño de Brasil en dos periodos: el prepandémico y el pospandémico. Esto no se debe al hecho universal de que los países han tenido que adoptar algún tipo de modo de emergencia, constitucional, legislativo o de otro tipo, desde que comenzó la pandemia. Más bien, se debe a la dinámica política de la forma de gobernar de Bolsonaro.

Visto por algunos como el peor líder del mundo en el manejo de la pandemia, puede que Bolsonaro esté cavando su propia tumba.

Por ejemplo, la crisis política incesante ocasionada por el gobierno en el periodo pospandémico es más intensa que la del periodo prepandémico. Más que un camino gradual, al estilo Orbán, hacia un régimen autoritario y sin rendición de cuentas, ocurrió una transformación de la estructura de oportunidades y las restricciones de tiempo para la acumulación de poder. En lugar de una estrategia clásica de debilitar las instituciones de rendición de cuentas paulatinamente, el contexto de la pandemia estimuló un conflicto político más extremo. El ejemplo más clamoroso son las amenazas manifiestas, insinuadas por partidarios políticos y ministros relevantes, de intervención militar a través de una interpretación engañosa del artículo 142 de la Constitución brasileña (que establece los principios generales de las Fuerzas Armadas).

Durante el primer año, el gobierno desarrolló una estrategia de legalidad autoritaria en tres ejes. En primer lugar, el gobierno generó un exceso de decretos ejecutivos que violaban gravemente las normas literales de la legislación (como el que buscaba liberar las armas contra la prohibición legislativa). El poder judicial y el parlamento tuvieron que enfrentarse al reto de controlar la cantidad extraordinaria de medidas del ejecutivo, lo que generó fatiga en materia jurídica y tensión institucional. Aunque derrotaron al gobierno en algunos casos importantes, las instituciones judiciales y legislativas no pudieron lidiar con todos. En segundo lugar, el gobierno desgastó las instituciones de rendición de cuentas y aplicación de la ley dentro de la arquitectura del ejecutivo (como los organismos ambientales que controlan la deforestación de la Amazonía). En tercer lugar, el gobierno permitió y estimuló las violaciones constantes de los derechos y las normas democráticas (por ejemplo, al mostrar simpatía hacia las campañas de odio y estigmatizar a grupos minoritarios como las comunidades indígenas y los activistas sociales de izquierda).

Cuando la Organización Mundial de la Salud anunció la pandemia, algunos segmentos del gobierno brasileño actuaron con rapidez. El ministro de salud declaró una emergencia sanitaria a principios de febrero. Pocos días después, el Congreso aprobó con celeridad la ley que regula la cuarentena. Cada uno de los estados del país adoptó normas complementarias durante las semanas siguientes. El Congreso también elaboró legislación adicional que abarca desde normas de finanzas públicas hasta leyes de contratos y laborales, pasando por la garantía de ingresos básicos para las familias pobres. El Tribunal Supremo, a su vez, dedicó casi toda su agenda a cuestiones legales y constitucionales relacionadas con la pandemia.

Por su parte, el presidente no ha intentado recurrir a alguna cláusula de emergencia de la Constitución brasileña que pudiera aumentar las facultades del ejecutivo bajo la supervisión del Congreso. En lugar de reaccionar de manera exagerada, mediante una concentración de poder para afrontar la pandemia, Bolsonaro tomó el camino de la negación abierta y los pronunciamientos públicos despectivos sobre la seriedad de la COVID-19. Criticó a las autoridades públicas (el ministro de salud, los gobernadores estatales, etc.) por adoptar medidas de cuarentena e incentivó las protestas contra ellas.

Esta tensión manifiesta politizó la pandemia y provocó conflictos interinstitucionales. Horizontalmente, hay conflicto entre el Ejecutivo, por un lado, y el Congreso y el Tribunal Supremo, por el otro. Verticalmente, el conflicto se da entre el gobierno federal y los estatales. Estructuralmente, también hay conflicto entre el propio gobierno y la tecnocracia estatal.

La politización de la crisis también tiene consecuencias para la gestión de políticas y el comportamiento social. La geografía de las tasas de contagio y mortalidad se correlaciona no solo con los factores socioeconómicos de un país profundamente desigual, sino también con la ubicación de los votantes en el espectro político. La postura conflictiva, que al principio pareció una reacción exagerada del presidente, en realidad resultó ser una reacción insuficiente con respecto a la política de salud pública.

En lugar de reaccionar de manera exagerada, mediante una concentración de poder para afrontar la pandemia, Bolsonaro tomó el camino de la negación abierta y los pronunciamientos públicos despectivos sobre la seriedad de la COVID-19.

Esta reacción insuficiente no se debe solo a la falta de respeto de Bolsonaro por la ciencia y la investigación, sino también a un intento de quitarse responsabilidad. Bolsonaro ha afirmado reiteradamente que los gobernadores y el Tribunal Supremo tienen la culpa de las medidas impopulares para manejar la crisis, que no permiten que las personas “vuelvan a la normalidad”. Visto por algunos como el peor líder del mundo en el manejo de la pandemia, puede que Bolsonaro esté cavando su propia tumba.

Además de los daños derivados de este comportamiento negacionista, que llevó a varias entidades a presentar quejas contra el presidente ante la CIDH, la ONU y la OEA, sin mencionar el propio Tribunal Supremo de Brasil, el debate público sobre los derechos constitucionales y sus limitaciones durante la crisis se ve ofuscado por la agitación política permanente. La sensación de una ruptura institucional inminente abruma la esfera pública y hace que la pandemia suene como un asunto secundario.

Expertos jurídicos de todo el mundo han expresado su preocupación por la falta de justificación constitucional de las graves restricciones a los derechos civiles. El hecho de que los gobiernos estén dispuestos a aceptar estas limitaciones extraordinarias no debe dejar de lado la necesidad de incluir cláusulas de extinción en estas medidas, así como de cumplir los criterios de proporcionalidad y no discriminación. Sin embargo, Brasil sigue un paso atrás.

A pesar de haber adoptado con rapidez una política sensata de cuarentena para aplanar la curva de contagio, la sociedad brasileña relajó el compromiso demasiado pronto, debido a la presión política y económica, lo que redujo las expectativas de una política pública racional y coordinada.

A medida que la popularidad del presidente, de alrededor del 30 %, comienza a descender, la oposición se halla ante el dilema de poner en marcha o no su destitución legal. Remover a un presidente en medio de una emergencia de salud tan grave (ya sea mediante un proceso de juicio político, penal o electoral) es impensable en una democracia: viola cualquier sentido común de prudencia política. Sin embargo, seguir gobernados por un presidente negacionista que se resiste a responder a la pandemia, y que sigue amenazando a las instituciones judiciales y legislativas, podría ser aún más costoso.

Una pandemia puede ser la tormenta perfecta para un autócrata. La negación de la pandemia podría ser el error fatal de Bolsonaro.