Ver el mito en los derechos humanos

¿Es posible que los derechos humanos sean un mito?

Plantear esta pregunta probablemente se perciba como abogar por una desestimación o incluso un rechazo de los derechos humanos. De hecho, cuando se usa el término “mito” en relación con los derechos humanos, casi siempre se hace con la intención de desacreditar ya sea la idea o la sustancia de los derechos humanos.

Esta tendencia a asociar “mito” con error o duplicidad nos impide reconocer algunas ideas importantes.

Como estudiosa de la religión, sin embargo, he sostenido que es engañoso entender el mito de esta manera. De hecho, esta tendencia a asociar “mito” con error o duplicidad nos impide reconocer algunas ideas importantes que proporciona la categoría del mito para entender mejor la historia y la lógica de los derechos humanos.

El documento fundamental de los derechos humanos contemporáneos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, ocupa un lugar incómodo entre el amplio corpus del derecho internacional vigente. Los creadores de este documento lo anunciaron como un texto enfáticamente secular incluso cuando estos mismos creadores utilizaban con regularidad discursos religiosos de veneración y sacralidad para describirlo.


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The framers of the Declaration aspired to generate a document capable of rectifying the horrors of World War II by establishing, in the words of Commission chairwomen Eleanor Roosevelt, “why we have rights to begin with.”


La Declaración no propone mecanismos para hacer cumplir sus disposiciones; sin embargo, hay un cúmulo de evidencias que señalan que se ha hecho acreedora de una autoridad “moral” considerable. Ciertamente, la primera Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas tenía la aspiración de infundirle dicha autoridad. En última instancia, de hecho, buena parte de los registros históricos sobre la creación de este documento sugiere que muchos de los miembros de la Comisión estaban profundamente convencidos de que la Declaración tendría la capacidad de transformar el panorama ético, e incluso metafísico, del derecho internacional.

El fenómeno del mito ofrece una valiosa lente a través de la cual se puede dar sentido a estos diversos elementos contradictorios en la declaración. Lejos de entender el mito como una modalidad de discurso errónea o engañosa, los académicos del campo de los estudios religiosos entienden el mito como una forma de trabajo humano que tiene la función de generar significado, solidaridad y orden en todo tipo de comunidades humanas. Lejos de estar caracterizados por su inexactitud o duplicidad, los mitos se caracterizan dentro del estudio de las religiones conforme a la autoridad específica que ejercen y las estrategias específicas que usan sus creadores para infundirles dicha autoridad. En pocas palabras, en lugar de ofrecer argumentos o restricciones, los mitos son narrativas que afirman sus descripciones del mundo, y los imperativos morales que se derivan de estas descripciones, de una manera que los hace parecer incuestionables.

Los creadores de mitos logran esta afirmación autoritativa de información de diversas maneras; por ejemplo, describiendo las prescripciones de seres sobrenaturales, narrando las hazañas de personajes ejemplares de épocas anteriores o trazando vínculos entre el presente y un momento paradigmático en el pasado. En toda su diversidad, estas narrativas coinciden en sus esfuerzos por hacer que el lenguaje cumpla la tarea de, en palabras de Roland Barthes, “fundamentar una intención histórica en la naturaleza; una contingencia en la eternidad”.

Por supuesto que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un documento enfáticamente secular, no recurre a los reinos sobrenaturales o los seres sobrehumanos. Lo que sí hace, sin embargo, es narrar sus principios básicos en la inequívoca manera característica de los mitos. Los autores de la Declaración aspiraban a generar un documento capaz de revertir los horrores de la Segunda Guerra Mundial, y pretendían hacerlo no solo enumerando ciertos derechos, sino también demostrando, en palabras de Eleanor Roosevelt, Presidenta de la Comisión, “por qué tenemos derechos en primer lugar”.

Para lograrlo, la Comisión hizo un esfuerzo por imbuir en la Declaración una lógica que colocara sus principios básicos fuera de toda duda. En otras palabras, se esforzó por crear una narrativa secular capaz de ejercer la autoridad de una religiosa: una narrativa que la gente común percibiría, en palabras del delegado soviético Vladimir Kortesky, “tan sencilla y tan clara como el Decálogo”.

¿Cómo se crea un “Decálogo” (es decir, los Diez Mandamientos) que esté lo suficientemente secularizado para hacerse acreedor de legitimidad a nivel mundial? El problema de cómo articular un conjunto de principios evocadores sin contar con un fundamento metafísico compartido llega al núcleo del proyecto de derechos humanos del siglo XX. Durante las negociaciones, los miembros de la Comisión pronto se dieron cuenta de que una visión de los derechos humanos orientada hacia un público global no podría fundamentar sus aseveraciones dentro de una visión del mundo culturalmente específica, o parecería estar imponiendo, en lugar de únicamente reiterando, valores fundamentales. A la vista de este dilema, la Comisión simplemente proclamó, en las primeras palabras de la Declaración, el carácter intrínseco de la “dignidad humana”; una proclamación hecha, como suele ser el caso en los mitos, sin ningún tipo de argumentación racional.

La “dignidad humana intrínseca” funciona dentro de la Declaración como un axioma incuestionable e indiscutible. Es una característica que, de acuerdo con las palabras del estudioso de los derechos humanos Johannes Morsink, “no nos fue otorgada por ninguna persona ni por ningún órgano u organismo político o social” y que, por lo tanto, ninguna persona y ningún órgano político/social está facultado para violar. Esta dignidad funciona en la Declaración no solo como una característica humana primaria, sino también, en palabras del delegado libanés Karim Azkoul, como “un principio absoluto y general”.

Mucho más que un rasgo humano básico, la dignidad intrínseca sirve dentro de la Declaración como un centro sagrado: un elemento distinguido de manera inequívoca para su veneración como emblema de los derechos humanos y como garante de la fiel observancia de las prescripciones de la Declaración.

En un momento crítico en la historia del derecho internacional, los derechos humanos universales se crearon para oponerse de manera deliberada a dos tendencias humanas de larga data: la tendencia a ligar los derechos humanos con la pertenencia a una comunidad política en particular y la tendencia a recurrir al ámbito de lo divino para sentar las bases para las prácticas y los ideales políticos. Este doble esfuerzo dio lugar a un documento como nunca antes visto: una declaración que predica sus principios con base en una realidad humana secular y universal que ella misma crea con el solo hecho de profesar reconocerla.

Sin embargo, a pesar de la novedad de esta maniobra, la primera Comisión de Derechos Humanos llevó a cabo su trabajo de una manera que recuerda la consagrada lógica de la creación de mitos: una lógica en la que el lenguaje tiene la tarea de presentar de manera inequívoca una visión del mundo, así como un conjunto de mandatos adecuados para el mantenimiento de ese mundo. La singular narrativa de la Declaración dificulta las distinciones convencionales entre la “religión” y el “secularismo” y, al hacerlo, arroja nueva luz no solo sobre estas categorías que a menudo damos por sentadas, sino también sobre la naturaleza de los propios derechos humanos.