Boicotear los Juegos Olímpicos no es suficiente

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En los últimos años, los derechos humanos se han convertido en un punto de presión clave para los Juegos Olímpicos. Esta evolución se refleja en los crecientes llamados a boicotear los Juegos Olímpicos de Invierno de 2022 en Pekín, que comienzan el 4 de febrero, debido a la preocupación por los derechos humanos. En abril, el Departamento de Estado de Estados Unidos planteó, y luego retiró, un boicot.

Varios grupos de derechos humanos y legisladores canadienses, holandeses y estadounidenses han pedido que se trasladen los Juegos. Los críticos afirman que las medidas antidemocráticas de China en Hong Kong y la brutal represión de los uigures en la región de Xinjiang descalifican al país para el honor de acoger el mayor evento deportivo del mundo.

Otras cuestiones, como los derechos de los trabajadores y de los atletas, atraen ahora la atención de grupos establecidos como Human Rights Watch y de nuevas organizaciones, como el recién fundado Centro para el Deporte y los Derechos Humanos.

Este nuevo escrutinio podría ser saludable, pero la mayoría de los grupos de presión abordan los Juegos Olímpicos de una manera problemática: empiezan aceptando la premisa básica de que los Juegos son una fuerza para el bien y los perjuicios a los derechos humanos son anómalos. Amplían la propaganda del organizador de los Juegos, el Comité Olímpico Internacional, según el cual esta extravagancia deportiva, cuyo costo es desorbitado, promueve la paz mundial, la amistad internacional, la difusión de la democracia, la igualdad y la antidiscriminación, y valiosas mejoras para las ciudades anfitrionas.

La historia de los esfuerzos en materia de derechos humanos en torno a los Juegos es sobre todo una historia de fracasos.

Las recientes cartas del senador estadounidense Rick Scott sobre los Juegos de 2022, por ejemplo, contienen la típica adulación cuando se refiere a la “historia del COI de enfrentarse a los abusadores de los derechos humanos” y a “la maravilla que son y que debe ser captada siempre de forma tan perfecta por la unidad creada por los Juegos Olímpicos”.

Este enfoque tiene dos efectos perniciosos. En primer lugar, refuerza la autocomprensión egoísta de las élites que dirigen la industria olímpica. La cúpula del Comité Olímpico Internacional —la gente a cargo de una organización muy poderosa, muy rica y que no rinde cuentas— no tiene motivos para cuestionar su propia retórica inflada e infundada cuando la mayor parte del mundo está de acuerdo con ella.

A pesar de la enorme falta de evidencia de que los Juegos sean un beneficio neto para el mundo, los dirigentes del COI se han comido su propio cuento: están totalmente convencidos de que organizan un festival esencial de paz y amistad. Al igual que las potencias coloniales justificaron la explotación sobre la base de una “misión civilizadora”, el COI cree que su búsqueda mitológica justifica los costos, tanto directos como indirectos, impuestos por los Juegos.

Apelar al COI como si la reforma fuera una cuestión de lijar algunos defectos en los bordes afianza esta mitología dañina. Cuando los actores externos repiten eslóganes ingenuos sobre los “ideales olímpicos”, hacen que sea menos probable, y no más probable, que los dirigentes del COI trabajen por un cambio real.

El segundo problema es que aceptar la mitología olímpica encubre la realidad de que las violaciones de derechos humanos están integradas en el tejido de los Juegos. El asombroso precio de la organización, que supera los 10 000 millones de dólares en costos directos, reduce la observancia de los derechos al agotar las arcas públicas de fondos que, de otro modo, podrían reforzar los servicios sociales. La represión directa se produce en forma de desalojos forzosos, supresión de la libertad de expresión y de reunión y desplazamiento de personas sin hogar.

Tanto en la historia como en el presente, el afán de ganar medallas ha fomentado a menudo el abuso de los atletas. El COI reprime el derecho a la libertad de expresión de los atletas. Y los eventos son a menudo antidemocráticos: por ejemplo, la mayoría de los japoneses no quieren que los próximos Juegos de Tokio se celebren en medio de una pandemia.

La historia de los esfuerzos en materia de derechos humanos en torno a los Juegos es sobre todo una historia de fracasos. En las “Olimpiadas nazis” de 1936, los llamados al boicot no llegaron a ninguna parte. En 1968, el gobierno mexicano, preocupado por su imagen mientras se preparaba para acoger los Juegos, mató a cientos de estudiantes que protestaban en la Masacre de Tlatelolco. En los Juegos de Moscú de 1980 se reprimió a los disidentes soviéticos. Human Rights Watch consiguió hacer fracasar los esfuerzos de Pekín por organizar los Juegos de 2000 a causa de la masacre de la Plaza de Tiananmen, pero esto no hizo más que retrasar la organización de China unos años. Cuando Pekín celebró el espectáculo en 2008, el resultado fue un aumento de la represión, lo cual contradijo las predicciones de los optimistas que nos dijeron que los Juegos ayudarían a liberalizar China.

Incluso los anfitriones democráticos se vuelven más autoritarios cuando organizan los Juegos. A los defensores de los Juegos Olímpicos les gusta señalar la exclusión de la Sudáfrica del apartheid, forzada por un COI reticente desde 1964 hasta 1988, y los Juegos Olímpicos de Seúl en 1988, cuando la dictadura de Park pudo haber sido influenciada en parte por el foco olímpico para avanzar hacia las reformas democráticas, pero estas son raras excepciones en una larga historia en la que los megaeventos deportivos han instigado tanto formas dramáticas como más cotidianas de injusticia.

A medida que la nueva historia de los derechos humanos se amplía, podría ayudar a desmitificar los Juegos Olímpicos y aportar un correctivo crítico bienvenido a la percepción pública de los mismos.

Los estudiosos de las Olimpiadas son muy conscientes de este historial, pero los estudiosos de los derechos humanos no lo son, en parte porque hasta hace poco los derechos humanos no han sido un lente importante para evaluar los Juegos. Los estudiosos del deporte que llevan mucho tiempo escribiendo sobre los costes de organización, la avaricia y la corrupción de las empresas, el racismo, el sexismo y los abusos contra los atletas y los trabajadores, rara vez han enmarcado estas cuestiones a través el lenguaje de los derechos humanos.

Mientras tanto, el auge de los estudiosos de los derechos humanos apenas ha tocado el tema del deporte, a pesar del impacto global de los megaeventos deportivos. A medida que la nueva historia de los derechos humanos se amplía, podría ayudar a desmitificar los Juegos Olímpicos y aportar un correctivo crítico bienvenido a la percepción pública de los mismos.

Lo que se necesita es un replanteamiento de raíz que parta de la realidad y no de la fantasía. Los discursos ilusorios sobre cómo las Olimpiadas promueven la paz, fomentan un espíritu de amistad mundial y combaten la discriminación deberían dejarse de lado en favor de un cálculo basado en la evidencia de los costos sociales, medioambientales y financieros de la organización de los eventos y de la forma en que se trata a los atletas, desde los primeros campos de entrenamiento hasta el podio de la victoria.

Hay que reconsiderar la tradición de trasladar los Juegos Olímpicos de una ciudad a otra, lo cual exige cada vez proyectos de construcción enormemente costosos. Las modestas medidas que ha tomado el COI para reducir los costos no son más que pequeños pasos en la dirección correcta, y es necesario un mayor escrutinio de la forma en que esta pequeña élite ejerce su poder y dispone de sus miles de millones. Las controversias sobre los Juegos de Tokio y Pekín ofrecen a los gobiernos y a la ONU la oportunidad de enfrentarse al COI, y poder utilizar el boicot para exigir formas totalmente nuevas de distribuir los inmensos ingresos procedentes de los acuerdos de televisión y patrocinio. Deberían resucitarse las viejas nociones de que la ONU es el organismo adecuado para supervisar los Juegos: incluso una organización intergubernamental poco responsable y sólo parcialmente transparente es mejor que una camarilla diminuta y totalmente irresponsable, ebria de su propia arrogancia.

El aumento de las presiones sobre los derechos humanos en los Juegos Olímpicos es un paso en la dirección correcta. El riesgo es que, al subestimar la tarea que tienen entre manos, los esfuerzos en materia de derechos humanos afiancen, en lugar de desarraigar, una base que es profundamente problemática.