Qué significa para los derechos humanos la supuesta “muerte” del liberalismo anunciada por Putin

Photo: Victoria Borodinova/Pixabay


En una entrevista exclusiva para el Financial Times, el presidente ruso Vladimir Putin recientemente proclamó que “la idea liberal” hegemónica durante la segunda mitad del siglo 20 “ha quedado obsoleta”. La elección de Donald Trump, Viktor Orban, Matteo Salvini, Jair Bolsonaro y, es de suponer, su propia presidencia respaldaría dicha conclusión. “Los liberales ya no pueden simplemente ordenar nada a nadie como han intentado hacer en las últimas décadas”, afirmó.

La noción de liberalismo que maneja Putin es una caricatura a conveniencia. Parece calificar de “liberal” cualquier idea a la que se opone: el estado de derecho, los derechos LGBTQ, la convención de las personas refugiadas, la igualdad de género, por mencionar algunos.

A nadie se le escapa que el presidente ruso tiene su propia agenda, y que dicha agenda no incluye la promoción internacional de los derechos humanos. Ahora bien, esta entrevista plantea una pregunta fundamental: ¿Qué sería del régimen internacional de los derechos humanos en un mundo que no se rigiera por parámetros liberales?

El sistema internacional de derechos humanos surgió y evolucionó en un contexto inicialmente caracterizado por una guerra fría y más tarde por lo que Francis Fukuyama creyó que iba a ser el ascenso definitivo de la democracia liberal. Se trataba de un mundo de hegemonía occidental donde los países europeos definían las reglas de la sociedad internacional, como documentó brillantemente Martti Koskenniemi.

Naturalmente, esto no significa que los derechos humanos sean necesariamente un invento occidental o europeo, ni por supuesto que los países de este continente puedan alardear de una trayectoria intachable en la protección de los derechos humanos. Informes de ONG y de órganos internacionales de derechos humanos dan buena cuenta de lo contrario. Sin embargo, en términos geográficos y temporales podemos afirmar que la institucionalización internacional de los derechos humanos encuentra sus orígenes en Europa.

Vladimir Putin no ha sido el primero en plantear que las reglas del juego están cambiando o están a punto de cambiar. Estamos viviendo una coyuntura histórica de placas tectónicas en movimiento, con pujante nacionalismo en el Norte global, creciente poder del Sur, y una presencia menguante de Europa en los asuntos internacionales. Estamos entrando en un “mundo de nadie” (Kupchan), un “mundo multiplex” (Acharya) de “globalismo descentralizado” (Buzan y Lawson) carente de superpotencias. Se trata de un planeta con varias potencias regionales, donde el poder se dispersa progresivamente y en el que quizás cada vez contamos con menos oportunidades para forjar consensos globales.

Las condiciones en las que creció el sistema internacional de derechos humanos han cambiado. En sí mismo, esto no es ni bueno ni malo, pero si deseamos mantener y elevar la posición del ser humano en la política global del futuro resulta necesario desentrañar los factores que hicieron posible el reconocimiento legal de los derechos humanos.

La historia atestigua que los países de Europa occidental desempeñaron un papel protagonista en la promoción del derecho internacional de los derechos humanos. Pero, como sostengo en mi reciente libro Politics of International Human Rights Law Promotion: Order versus Justice, esto no significa que lo hicieran porque creyeran que era lo correcto para la justicia global.

Partiendo de la idea de la unidad moral de la humanidad y de la igualdad en dignidad de todas las personas, los cosmopolitas consideran que las cuestiones morales no pueden ser circunscritas a comunidades separadas por fronteras nacionales. Por otro lado, en la teoría de las relaciones internacionales los realistas son escépticos sobre el valor del derecho internacional en general, y del derecho internacional de los derechos humanos en particular, puesto que creen que es imprudente juzgar las acciones de los estados desde una perspectiva ética. Entre estos dos puntos de vista discordantes, formulo una explicación política alternativa sobre el papel determinante de Europa occidental en la evolución del régimen jurídico internacional de los derechos humanos en los últimos cincuenta años.

Teniendo en cuenta los rasgos y las limitaciones del sistema internacional, sostengo que el derecho internacional de los derechos humanos ha avanzado en una batalla por la legitimidad entre dos bandos. Por un lado, tenemos una noción europea de sociedad internacional estatocéntrica y basada en el orden, con una concepción minimalista de los derechos humanos y respetuosa con los principios generales del derecho internacional, incluyendo la soberanía nacional, el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, y la idea de que en la medida de lo posible las promesas hay que cumplirlas (pacta sunt servanda). Por otro lado, se presenta una idea más amplia de los derechos humanos, inspirada por la justicia global y defendida por sociedad civil y órganos independientes bajo el paraguas de las Naciones Unidas y otras organizaciones internacionales. Si bien hablan el mismo idioma, los actores pugnan sobre el significado de las palabras empleadas por los demás.

El contenido del derecho internacional de los derechos humanos se convierte así en una disputa de carácter político dentro de determinados parámetros institucionales. El sistema internacional de los derechos humanos, con sus limitaciones y sus contradicciones, es lo que vemos cuando el orden se encuentra con la justicia o, mejor dicho, cuando el orden choca con la justicia.

Entendido de esta forma, los derechos humanos no serían tanto una fruta de la pasión, como una fruta de la tensión, tensión en el espacio político de la legitimidad. Se trata de una tensión no entre quienes creen en los derechos humanos y quienes no lo hacen, sino entre quienes creen en los derechos humanos como una cuestión de orden y quienes creen en ellos como una cuestión de justicia.

Aquellos que no albergan creencia alguna sobre los derechos humanos (ni como orden, ni como justicia, ni como una combinación de ambas) no participan de la ecuación. Si es así, ¿qué cabría esperar en un mundo donde quienes abiertamente se oponen a la idea de los derechos humanos llevaran las riendas?

Los gobiernos iliberales y los políticos demagogos todavía no han puesto negro sobre blanco una alternativa coherente y homogénea a la sociedad internacional liberal. Y en sí mismo el debilitamiento político relativo de Europa no es ni bueno ni malo. Pero quienes tratamos de maximizar el peso de los derechos humanos en las relaciones internacionales haríamos bien en reflexionar crítica y autocríticamente sobre la política y la dialéctica de la promoción del derecho internacional de los derechos humanos en décadas recientes.

No hay nada definitivo en los derechos humanos. No se trata de una idea cuyo tiempo ya llegó. O del mismo modo que llegó, deberíamos aceptar la posibilidad de que ese tiempo pudiera irse. La defensa de los derechos humanos ya no debería basarse exclusivamente o incluso principalmente sobre principios superiores e inmateriales. Quienes trabajamos sobre derechos humanos podríamos prestar mucha más atención a identidades locales y a valores y aprensiones de quienes todavía no están en nuestro bando, abriéndonos así a la posibilidad de reconstruir los derechos humanos de diferente forma. Por si acaso Putin tuviera razón, deberíamos desarrollar estrategias políticas habilidosas para responder a los intereses materiales y a los valores no-universales de la gente.