El despertar constituyente de Chile

Elvis González/EFE


A pesar de estar acostumbrados a los desastres naturales, los chilenos pueden responder siempre a la pregunta de dónde se encontraban cuando ocurrió alguno de los terremotos que han azotado el país. Algo similar ocurrió con el terremoto social de octubre de 2019 y que ha dado origen a una crisis política e institucional sin precedentes en la historia del país: todos saben dónde se encontraban cuando irrumpieron las noticias de estaciones del metro quemadas. Santiago se paralizó y miles de personas tuvieron que regresar a sus casas caminando largas cuadras con una sensación de incertidumbre que muchos no conocían, y que para tantos otros rememoraban los días de la dictadura de Augusto Pinochet.

Esa sensación solo se hizo más fuerte cuando el presidente Sebastián Piñera —un multimillonario conservador electo en diciembre de 2017 por amplia mayoría, aunque con una bajísima tasa de participación electoral— decretó el toque de queda y ordenó a los militares salir a la calle. La última vez que se desplegaron tanques y hombres con trajes de combate por las calles de Santiago y otras ciudades del país fue bajo el régimen de Pinochet. Lo que había iniciado como una protesta acotada, de estudiantes que saltaban los torniquetes del metro en rechazo al alza de 30 pesos (USD 0,4), se había convertido en cosa de días en el develamiento de las fisuras del modelo económico y social chileno, que hasta hacía poco se mostraba, en palabras de Piñera, como “un verdadero oasis” en medio de la “convulsionada” América Latina.

Se ha escrito mucho sobre las causas del llamado “estallido social”. Los diagnósticos coinciden en el malestar acumulado de una sociedad que ha vivido bajo las reglas económicas y sociales neoliberales que impuso la dictadura, y que luego fueron administradas por gobiernos de centro-izquierda y centro-derecha. La gente se cansó de no poder cubrir necesidades y expectativas básicas, como la salud, la educación y la seguridad social, mientras la elite política, intelectual y económica se palmotea los hombros con el relato de un país al borde del desarrollo.

Todos saben dónde se encontraban cuando irrumpieron las noticias de estaciones del metro quemadas.

Uno de los aspectos más sombríos de este despertar ha sido, sin duda, la violencia. Informes de organismos internacionales, como la Alta Comisionada de Naciones Unidas y Human Rights Watch, confirmaron lo que ya habían denunciado los defensores de derechos humanos locales: el uso excesivo y desproporcionado de la fuerza por parte de la policía, sumada a su incapacidad inusitada para reprimir delitos y patrones de violaciones a los derechos humanos que dejarán una huella indeleble en la vida de las víctimas y ciertamente en la conciencia nacional. Basta recorrer cualquier ciudad de Chile para encontrarse con rayados en los muros con dibujos de los ojos sangrantes de la protesta, en alusión a las personas que han perdido sus ojos —y en algunos casos la vista— por los disparos de la policía.

Y así como la violencia estatal quedará como una mancha de esta crisis social, y con ella el nombre de Sebastián Piñera como el presidente que en democracia buscó las vías de la fuerza contra su propio pueblo, hay también una contracara, frágil pero luminosa: la posibilidad de adoptar una nueva Constitución que reemplace la carta vigente, elaborada por la dictadura en 1980 y reformada una y otra vez durante los últimos cuarenta años. A un mes de desatada la crisis, sin respuesta por parte de un gobierno perplejo y con una espiral de violencia y criminalidad a gran escala que no se detenía, los partidos políticos con representación en el Congreso Nacional (con excepción del Partido Comunista) acordaron una reforma constitucional que abrió la posibilidad de un proceso constituyente.

Hay también una contracara, frágil pero luminosa: la posibilidad de adoptar una nueva Constitución que reemplace la carta vigente, elaborada por la dictadura en 1980 y reformada una y otra vez durante los últimos cuarenta años.

A finales de abril octubre de este año, el pueblo chileno será convocado por primera vez en la historia del país para que se manifieste sobre dos preguntas. (El plebiscito estaba originalmente programado para abril, pero fue postergado debido a la crisis derivada de la pandemia del COVID-19.)  La primera pregunta es si quiere que se adopte una nueva Constitución. Y segundo, en caso de que la opción por una nueva Constitución gane, qué mecanismo debiera utilizarse para ello: una asamblea constituyente o una convención “mixta” de ciudadanos y miembros del Congreso. La desconfianza hacia las élites no amaina y, a pesar del despliegue de una agresiva campaña que advierte sobre los riesgos que traería un proceso constituyente, el despertar, manifestado en las masivas y recurrentes protestas, parece haber llegado para quedarse: hasta ahora las encuestas de opinión —que, por cierto, no han sabido anticipar los escenarios electorales del todo— muestran una amplia adhesión a la opción por la nueva Constitución redactada únicamente por ciudadanos electos para ello.

¿Cuáles son algunas de las lecciones que se pueden sacar del estallido social chileno?  Quisiera ofrecer tres. Primero, el rol de la protesta inorgánica: como en el caso de los chalecos amarillos en Francia, la protesta en Chile no tiene líderes que se puedan identificar fácilmente (y con quienes el Gobierno pueda negociar); la potencia que esta falta de liderazgo tiene debiera ser materia de estudio para cientistas sociales y expertos.

Segundo, la posibilidad del constitucionalismo democrático: a pesar de las voces intelectuales que han querido minimizar el rol de la Constitución y han caricaturizado a la protesta como actos de ímpetu juvenil, el hecho de que la respuesta se haya canalizado hacia un proceso constituyente muestra la importancia del constitucionalismo democrático e inclusivo, es decir, de la interpretación y definición “desde abajo” de los arreglos institucionales básicos.

Por último, la conciencia sobre los derechos: tanto la protesta como el constitucionalismo que le podría seguir responden a una toma de conciencia sobre la relevancia de los derechos humanos, tanto de aquellos que un modelo social ha privatizado por décadas, como de aquellos que se han vulnerado sistemáticamente desde octubre de 2019.

Si bien tiene características propias, pareciera que despertar chileno no es muy diferente a lo que ha sucedido en el Líbano, Francia o Hong Kong, en tanto se produce una rebelión sin líderes claramente identificables, que va en contra de un sistema o modelo que se percibe y se vive como radicalmente opresor. La manera como las instituciones respondan a la desafección radical que ellas mismas han producido es quizá una de las enseñanzas más importantes para cualquiera que se interese por la vigencia del constitucionalismo y la protección de los derechos humanos.