En una fría noche de febrero, estaba dando un paseo con una amiga por mi barrio, en la ciudad costera india de Panjim. Las ruinas huecas de los edificios de apartamentos por los que pasábamos, cuyas tiendas kirana en la planta baja habían sido en su día el pilar de mi vida cotidiana, me llenaban de tristeza. «Gentrificación», murmuró mi amiga, antes de añadir con naturalidad: «Todo esto estará bajo el agua algún día». Mientras pronunciaba esas palabras, la calle que tenía delante se convirtió en un río de agua negra, una imagen inesperada, como una pesadilla a medio recordar. Un informe que encontré después ofrece detalles sobre la ciencia que hay detrás de esas preocupantes previsiones sobre el aumento del nivel del mar en Panjim. Debería haberme provocado una reacción, sobre todo a alguien cuyo trabajo se ha centrado en producir investigaciones basadas en pruebas para cambiar las políticas, pero me costó conectar con ello. La imagen de la calle convertida en río y las emociones que despertó en solo una fracción de segundo —conmoción, miedo y luego alivio al volver a la realidad— son lo que se me quedó grabado.
Cuando la evidencia se encuentra con la emoción
¿Qué pasaría si en el movimiento climático diéramos espacio al caos de nuestras emociones y nuestras experiencias humanas del calentamiento global, en lugar de relegarlas a un segundo plano? El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), el organismo de las Naciones Unidas que evalúa la ciencia del cambio climático, lleva realizando evaluaciones periódicas desde 1988. El proceso de recopilación de estos análisis es una hazaña impresionante que se prolonga durante muchos meses y en la que participan colaboradores de todo el mundo. La evaluación final suele constar de tres informes de grupos de trabajo independientes, un informe de síntesis que recoge las conclusiones de los grupos de trabajo y un resumen que se incluye en el informe de síntesis para su revisión y aprobación por parte de los gobiernos. La evaluación más reciente, de 2023, es un monumento de casi 10 000 páginas con datos, proyecciones y modelos científicos relacionados con el cambio climático.
Pero sin centrarse en la experiencia humana, afirmaciones como «el aumento de los fenómenos meteorológicos y climáticos extremos ha expuesto a millones de personas a una grave inseguridad alimentaria» pueden caer en la abstracción. A pesar de las pruebas incontestables de los costes irreversibles de la inacción climática, los objetivos de emisiones globales de la mayoría de los países están muy por debajo de lo necesario para limitar el aumento de la temperatura global a 1,5 grados, y solo un puñado de países cumplieron el plazo de febrero de 2025 para presentar sus objetivos revisados según los términos del Acuerdo de París. Si la ciencia climática se cruzara con las emociones y experiencias de las personas más afectadas por la crisis climática, podría provocar una empatía y una acción más profundas. Crear un colectivo de escritores, cineastas, fotógrafos y otros creativos para documentar historias desde la primera línea, como parte del proceso de evaluación del IPCC, podría ser una forma de añadir veracidad emocional e inmediatez al importante trabajo que realizan los científicos climáticos. Esta combinación de ciencia y arte podría dar lugar a la fijación de objetivos más ambiciosos.
Un enfoque literario del cambio climático
Fue en el excelente podcast literario de David Naimon, Between The Covers, donde descubrí por primera vez la imaginativa iniciativa representada en el texto Creature Needs. La colección, que se describe a sí misma como «una exploración literaria caleidoscópica de la extinción y la conservación, inspirada en las últimas investigaciones científicas», reúne obras literarias con extractos de los artículos científicos en los que se basan. Me hizo sentir curiosidad por trasladar este enfoque a otros contextos, por ejemplo, si los «hallazgos clave» de los informes de ciencia climática como los del IPCC podrían servir de inspiración o provocación literaria para escritores, periodistas y poetas. Las obras creativas que surjan de este proceso, ya sean relatos de ciencia ficción, no ficción creativa o poesía, podrían servir de base para una «obra complementaria» que insuflara vida y urgencia a los datos del IPCC. Esto podría utilizarse como herramienta de movilización para que activistas y defensores de la causa sensibilizaran a la opinión pública sobre los datos climáticos y exigieran una mayor responsabilidad a nuestros líderes.
En 2021, el escritor de ciencia ficción Kim Stanley Robinson fue invitado a asistir a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) en Glasgow para compartir sus predicciones sobre el mundo en 2050. La novela de Robinson, El ministerio del futuro, publicada el año anterior, fue elogiada por su hábil examen de las cuestiones técnicas que plantea la crisis climática. Ambientada en un mundo que se precipita hacia la catástrofe, pero que finalmente la evita, la novela tuvo un gran impacto entre los líderes políticos. «Escribe sobre futuros muy documentados y plausibles», comentó Nigel Topping, el alto responsable de la acción climática que invitó a Robinson a la cumbre. Se dice que la obra de Robinson es emblemática del «hopepunk», un género de ciencia ficción que se ha definido vagamente como «narrativa basada en soluciones sobre lo que podría salir bien». El impacto de la novela de Robinson en los círculos diplomáticos nos invita a considerar las ricas posibilidades de utilizar el cine y la televisión para contar historias hopepunk sobre el cambio climático. ¿Qué pasaría si las productoras y los estudios involucraran directamente a los diplomáticos y responsables políticos del clima en el proceso de escritura de los guiones? ¿Cómo podrían estos esfuerzos creativos transformar la forma en que los líderes ven el mundo y su papel en la construcción de un futuro mejor y más justo?
Dejando a un lado el hopepunk, a veces incluso las historias más apocalípticas y sombrías, como La carretera, de Cormac McCarthy, que estoy leyendo actualmente, están llenas de momentos conmovedores de humanidad. «Apocalipsis y utopía: el fin de todo y el horizonte de la esperanza. Lejos de ser antípodas, estos dos conceptos siempre han estado indisolublemente unidos», argumentaba el escritor de ciencia ficción China Mieville en Los límites de la utopía. La interacción entre la esperanza y la desesperación, la utopía y la distopía, es donde reside la incertidumbre y, por lo tanto, la posibilidad. Como argumenta Rebecca Solnit en su manifiesto, alegre y lúcido, Hope in the Dark: An Untold History of People Power (Esperanza en la oscuridad: una historia no contada del poder del pueblo), la esperanza es «un relato de complejidades e incertidumbres con posibilidades».
En la misma línea, el músico Nick Cave dice: «La esperanza es optimismo con el corazón roto». Pero, ¿dónde están las voces de los desanimados en esta conversación? Las historias de los más afectados por el dolor, la ansiedad y la rabia climáticos, pero que, sin embargo, siguen impulsados por un optimismo improbable, deben encontrar su lugar en las páginas de los informes científicos y en los pasillos del poder. A través de sus historias, podemos empezar a desplazar el centro de gravedad del pensamiento binario (o «todo está bien» o «todo está condenado») hacia una emocionalidad matizada que inspire la acción.
Un nuevo camino a seguir
¿Qué pasaría si la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático institucionalizara procesos para que los diplomáticos escucharan realmente las historias de las personas afectadas de manera desproporcionada por la crisis? Si bien los narradores de las comunidades indígenas y las regiones afectadas del Sur Global suelen encontrar un espacio para compartir sus historias durante los «eventos paralelos» de la conferencia, que tienen lugar junto a las negociaciones diplomáticas formales, las oportunidades para un diálogo más directo y sostenido con los diplomáticos son menos comunes. No todos los narradores estarán dispuestos a asumir este papel, ni se debe esperar que lo hagan. Como dijo Kim Stanley Robinson, medio en broma, en un discurso tras su participación en la COP26: «Soy licenciado en Filología Inglesa y escritor de ciencia ficción, y eso es todo lo que soy, así que si alguien acude a mí en busca de soluciones al cambio climático, entonces estamos en un buen lío».
Un narrador es un observador de sí mismo y de los demás que siente algo profundamente y lo expresa a través de la narrativa. De esa visión subjetiva única del mundo surge una universalidad que conecta con el subconsciente de los demás. Inyectar emotividad en la diplomacia climática para despertar la empatía y la justicia es quizás justo lo que necesita el movimiento climático.