Del dolor a la pintura: el arte como voz de la justicia

Crédito: UNESCO / Victoria Uranga Tesoro Humano Vivo de Chile 2012 (CNCA-UNESCO) / Flickr

En la aldea ruandesa de Nyamata, los supervivientes del genocidio de 1994 no se reúnen en un tribunal, sino en un teatro. Acuden a ver Ruanda: Mi esperanza, una obra de teatro comunitaria interpretada tanto por supervivientes como por autores de la violencia que se prolongó durante décadas. En el escenario, reviven los horrores que sufrieron y cometieron durante ese tiempo. A través de la representación, lloran, confiesan y comienzan a sanar. No se trata de la justicia que imparte el sistema legal, sino de la que se siente a través de la catarsis, el diálogo y la humanidad compartida.

A menudo se dice que «la vida imita al arte», pero tal vez sea al revés: el arte imita a la vida.

Tras las violaciones de los derechos humanos, las sociedades se encuentran en un período de profundo ajuste de cuentas político, judicial y social, y a menudo se recurre a los mecanismos de justicia transicional para fomentar la paz y la reconciliación. Los enjuiciamientos, la rendición de cuentas, las reparaciones y las comisiones de la verdad dominan este panorama, pero todos ellos dependen en gran medida de la capacidad institucional y la financiación, que suelen ser escasas en los contextos posconflicto. En Sierra Leona, por ejemplo, el programa de reparaciones ha luchado durante años para satisfacer las necesidades de las víctimas, y muchos supervivientes siguen esperando el apoyo prometido.

Sin embargo, las tradiciones culturales perduran como las raíces que anclan a las sociedades, alimentando tanto la celebración como el duelo. Cuando la tragedia golpea en forma de guerra o genocidio, es como un incendio forestal que arde el paisaje social y deja a generaciones luchando con la pérdida. Ninguna nación ha desarrollado una solución ideal que restaure instantáneamente lo que se ha perdido, ni nadie tiene un plan perfecto para la renovación. En cambio, las sociedades deben buscar nuevas formas de honrar el pasado, plantar las semillas de la memoria y cultivar un futuro a partir de las cenizas. En esta búsqueda, cuando los enfoques convencionales se quedan cortos, recurrimos a una herramienta poderosa, antigua y a menudo pasada por alto: las artes.

El arte como testigo, el arte como bálsamo

A lo largo de la historia, el arte ha servido como herramienta transformadora en contextos culturales, sociales y emocionales, inspirando empatía e impulsando la acción. Más que una forma de expresión, el arte ha amplificado las voces silenciadas, ha desencadenado movimientos de cambio y se ha convertido en un poderoso catalizador para la búsqueda de la justicia. Basta pensar en Guernica, de Pablo Picasso, o en Crónica de Sarajevo, de Mersad Berber, para reconocer que el arte es a menudo un llamamiento a la justicia, a la vez que un medio de escrutinio y una forma de conmemorar y exigir responsabilidades. Estas obras no se limitan a representar el sufrimiento de los muertos durante la Guerra Civil Española o el asedio de Sarajevo durante la guerra de Bosnia. Más bien, confrontan al espectador con las realidades morales y políticas que se esconden tras la violencia, impulsando el compromiso con cuestiones de responsabilidad, memoria y reparación.

La justicia transicional también va más allá de los tribunales y del lenguaje ritualizado del derecho, y se ocupa de las formas en que las víctimas afrontan y procesan el pasado. De hecho, se adentra en el terreno de la antropología y la sociología, reconociendo las profundas dimensiones sociales y culturales de la sanación y la rendición de cuentas. Como escribió Elie Wiesel: «Si los griegos inventaron la tragedia, los romanos la epístola y el Renacimiento el soneto, nuestra generación ha inventado una nueva literatura, la del testimonio».

En sus múltiples expresiones, el arte proporciona a los individuos y a los colectivos un medio para procesar el trauma. La psicoanalista Anna Ornstein explica que, cuando el arte apoya el desarrollo de la identidad y la expresión simbólica, puede ayudar a las víctimas a navegar emocionalmente y a sanar de experiencias profundamente inhumanas. Los estudios demuestran que la simbolización conduce a la exteriorización de emociones no formuladas y potencialmente abrumadoras. A través de la expresión artística, los individuos dan forma a lo indecible, ofreciendo una vía para enfrentarse al trauma y darle sentido. Para quienes han quedado marcados por el genocidio o los crímenes de guerra, esto puede aportarles consuelo y liberación emocional, aligerando el peso del aislamiento al crear un espacio para que su dolor sea visto, sentido y acogido por otros.

Sin embargo, no todas las expresiones artísticas promueven la justicia, disminuyen la violencia o conmemoran la memoria; algunos proyectos pueden causar accidentalmente más daño a las comunidades, restar importancia a su dolor, reforzar estereotipos dañinos o faltar al respeto a historias y tradiciones culturales importantes. Podemos ver esto, por ejemplo, tras la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica (TRC), cuando el artista sudafricano William Kentridge colaboró con la Handspring Puppet Company para crear la obra Ubu y la Comisión de la Verdad. Esta producción buscaba explorar los testimonios de la CVR. Sin embargo, algunos supervivientes consideraron que el uso de marionetas e imágenes abstractas por parte de Kentridge corría el riesgo de trivializar el profundo sufrimiento relatado en los testimonios, reabriendo recuerdos dolorosos sin proporcionar sanación. Aunque su intención era honrar a las víctimas y educar al público, la exposición fue criticada por sensacionalizar el sufrimiento y no ofrecer la dignidad que los supervivientes esperaban en la sociedad posterior al apartheid.

Por lo tanto, el éxito de las iniciativas de justicia transicional basadas en las artes depende en gran medida de los valores estéticos y éticos que los artistas, los facilitadores y las instituciones aportan a sus esfuerzos. Esta tensión subraya la importancia de alinear las elecciones estéticas y los objetivos de las iniciativas artísticas con las necesidades de la comunidad, fomentando tanto el apoyo como la reflexión crítica constructiva.

El movimiento de las arpilleras en Chile

Durante la dictadura militar del general Pinochet en Chile (1973-1990), la estricta censura de los medios de comunicación ocultó los extensos abusos contra los derechos humanos cometidos por el régimen, entre ellos las desapariciones forzadas, la tortura y las ejecuciones extrajudiciales.

En este clima de silencio, el Vicariato de la Solidaridad, una organización de derechos humanos vinculada a la Iglesia católica, dio un paso audaz en 1976 al crear un taller de artesanía que se convirtió en un refugio para mujeres pobres y de clase trabajadora, muchas de las cuales estaban de luto por la desaparición de seres queridos o buscaban expresar su solidaridad con las víctimas de la violencia política. Juntas, estas mujeres transformaron su dolor en resistencia creativa, elaborando textiles para mantenerse y compartir sus historias.

Con materiales sencillos, como arpillera y retales de tela, crearon las arpilleras, coloridos tapices táctiles que narraban la brutal realidad de la vida bajo la dictadura. Mucho más que arte popular, estos «paños de resistencia» se convirtieron en testimonios visuales de protesta: el hambre, las redadas militares, el dolor y la silenciosa agonía de la espera llenaban los marcos. Contrabandeadas al extranjero y compartidas en comunidades de exiliados, rompieron el silencio impuesto por el régimen y se convirtieron en un símbolo mundial de la disidencia popular.

Como explicó una arpillerista, la creación de estos tapices le proporcionó una forma de expresión terapéutica. La primera pieza que realizó representaba la desaparición de su hijo. A través de la imagen, pudo preservar su memoria, manteniéndola viva y cercana, un acto que le proporcionó consuelo y alivio.

Este es solo un ejemplo entre muchos otros, como los de Libia, Guatemala o Sudáfrica, que muestran cómo las obras de arte se han utilizado como mecanismo de reconciliación.

Conclusión

Este análisis ofrece un punto de partida para repensar las formas en que buscamos la reconciliación en comunidades devastadas por el conflicto y sometidas al escrutinio del derecho penal internacional. En este terreno, las artes no deben quedar relegadas a los márgenes de la justicia, ya que son fundamentales para el proceso de sanación. Mientras que el derecho penal internacional se esfuerza por lograr la rendición de cuentas a través de normas y veredictos, a menudo guarda silencio ante el dolor, el trauma y la memoria. El arte entra en ese silencio. Su valor reside en su apertura, ofreciendo ambigüedad donde la ley busca claridad, abrazando la complejidad y creando un espacio seguro para el duelo, el arrepentimiento o la expiación. No se trata de la justicia de los tribunales, sino de una justicia de reconocimiento, dignidad y reparación emocional, que abre un espacio para vislumbrar un futuro nuevo y más humano.