Trump y los límites de los derechos humanos

El sistema internacional de derechos humanos, con sus diversos movimientos globales, ha marcado una era, al permitir que se aplique un estigma a los Estados descarriados en cuestiones de crucial interés a nivel mundial. Pero promover su pertinencia exclusiva ante la injusticia, como si las alternativas fueran la apatía o la desesperación, simplemente no va a funcionar.

De hecho, la elección de Donald Trump ofrece una oportunidad para ir más allá de las celebraciones ingenuas y las críticas apocalípticas de los derechos humanos para llegar en cambio a un balance sobre su verdadera importancia. Es posible que en su desacuerdo mis amigos Stephen Hopgood y Kathryn Sikkink no estén entendiendo la cuestión, pero no simplemente por sus extremismos que se cancelan entre sí. Ninguno de ellos reconoce que los derechos humanos bien podrían complementar una respuesta política al populismo, pero no pueden compensar el no haber creado dicha respuesta en primer lugar.

Sikkink cuenta con mi apoyo en la medida en que destaca el logro fundamental que representa el juicio global sobre los Estados, en particular aquellos que se alejan radicalmente del actual consenso mundial en torno a las libertades civiles y políticas, incluido el trato discriminatorio por cuestiones de raza. Pero en lugar de enfrentar nuestro singular presente, Sikkink recurre a la historia por la razón incorrecta: intentar restaurar un statu quo anterior ahora obsoleto que trataba al pasado como una fuente de ejemplos edificantes —buenas personas luchando para obtener resultados justos contra una maldad sin sentido— para argumentar a favor de la necesidad exclusiva de un marco jurídico en la actualidad. La historia real no solo marca los logros indiscutibles; también encara los límites estrictos. E independientemente del buen trabajo que hayan hecho nuestros ancestros al posibilitar ciertas opciones políticas, esto no impide que tal vez necesitemos alternativas distintas hoy en día.

La presidencia de Trump revela tres límites con notable claridad. Uno se refiere a la aplicación: a pesar de todo el estigma que impone el sistema de derechos humanos, las reparaciones siempre han sido asunto aparte; una cuestión de especial relevancia para los Estados Unidos, donde han sido inexistentes a lo largo de la historia. Otro es la fragilidad relativa de las normas y los movimientos de derechos humanos hasta el momento en cuanto a la protección de las víctimas no ciudadanas de los Estados infractores, que son precisamente quienes más pueden temer la pérdida de sus derechos bajo la presidencia de Trump. El último, y sin duda el más importante, es que el régimen de derechos humanos simplemente pasa por alto el desafío que representan la dislocación y el estancamiento de la clase media, que han impulsado las revueltas populistas en todo el mundo.

En su breve era histórica de prominencia, los derechos humanos rara vez han ido más allá de la capacidad de estigmatizar...

En su breve era histórica de prominencia, los derechos humanos rara vez han ido más allá de la capacidad de estigmatizar, sobre todo cuando se trata de la imposición del cumplimiento a nivel internacional. Los sistemas de protección regionales han tenido resultados un poco mejores que los internacionales, pero no para los estadounidenses. Puede ser cierto que en algunos contextos, como ha argumentado Beth Simmons, se logra imponer el cumplimiento cuando los movimientos a nivel nacional utilizan las herramientas adicionales que les proporcionan las normas internacionales. Pero a veces simplemente parece contraproducente, inoportuno, o innecesario recurrir a ellas. Podemos destacar, por ejemplo, cómo contribuyeron los estadounidenses de raza negra, junto con varios actores globales, a los orígenes de la Convención sobre la Eliminación de la Discriminación Racial. Pero también hay que añadir que la contribución real de la convención a la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos ha sido en gran medida insignificante. A prácticamente ninguno de los activistas que forman parte del movimiento Black Lives Matter les ha parecido provechoso internacionalizarlo en nombre de los derechos humanos.


Flickr/Fibonacci Blue (Some rights reserved)

Protestors at a rally in Minneapolis, Minnesota in 2013. Next to no advocates in the Black Lives Matter movement have seen the value of internationalizing it in the name of human rights.


Me parece obtuso pensar que los ciudadanos estadounidenses que pertenecen a minorías étnicas, y por lo tanto tienen un temor comprensible de las depredaciones de Trump, tengan que depender o vayan a depender de los derechos humanos internacionales para que los salven de los escenarios más probables, o siquiera los ayuden si se presentan. Esto es especialmente cierto dado que los activistas estadounidenses de derechos humanos renunciaron ya hace mucho tiempo a volver justiciables a nivel nacional los derechos jurídicos internacionales, entre ellos los contenidos en los pocos tratados que los EE. UU. han ratificado. Cabe preguntarse si la situación podría haber sido distinta si los principales activistas estadounidenses se hubieran dedicado a ello con el mismo celo con el que promovieron las intervenciones humanitarias y la responsabilidad penal para los caudillos de otras naciones; pero ahora es demasiado tarde.

En cualquier caso, tengo mis dudas sobre qué tanto riesgo representa Trump para los ciudadanos estadounidenses y, por lo tanto, para el problema clásico que los derechos humanos fueron diseñados para resolver. Por ahora, confío en las tradiciones constitucionales y las protecciones institucionales que ningún demagogo con un estrechísimo margen de apoyo puede eludir con facilidad, sobre todo cuando élites importantes, como el ejército, no comparten una sensación de emergencia o amenaza real a sus intereses creados. Lo mismo no es cierto, por desgracia, para dos grupos de no ciudadanos: los que enfrentan la deportación conforme al maximalismo despiadado de Trump —que va incluso más allá de la crueldad de su predecesor, que ya ha deportado a tantas personas— y quienes residen en la zona de seguridad ahora global de los Estados Unidos, que probablemente sufrirán debido al intenso militarismo de Trump. Sin embargo, si estos dos grupos son las víctimas más probables de los excesos de Trump, hay que añadir al mismo tiempo que los derechos humanos internacionales ofrecen normas más débiles para su protección y, por lo tanto, impondrán un estigma menos grave a su perseguidor. Y, por supuesto, prácticamente no existen mecanismos de aplicación; sobre todo en la medida en que Trump renuncie a sus declaraciones absurdas sobre la tortura y siga el modelo de Obama de librar una guerra relativamente humana sin límites cronológicos o geográficos.

Al final, sin embargo, el límite principal de la política internacional de los derechos humanos en la era de Trump es que ofrece las normas y los recursos equivocados para los fundamentos económicos. Los estadounidenses más pobres no fueron los partidarios fundamentales de Trump; en cambio, fueron las clases medias —particularmente los blancos que estaban dispuestos a jugar un clásico juego de acusaciones después de su agobiante experiencia de dislocación y estancamiento— quienes le otorgaron la victoria. El esfuerzo político para contrarrestar el populismo no se manifestará como una movilización a favor de los derechos socioeconómicos de los pobres, a pesar de la importancia que esto sigue teniendo, sino como una intervención más amplia con respecto a la desigualdad distributiva. Como sostuve anteriormente en este sitio, sin embargo, el régimen internacional de los derechos humanos no cuenta siquiera con las normas para enfrentar este problema, mucho menos con la fortaleza necesaria para conseguir la equidad distributiva más amplia de los Estados de bienestar de antaño. Los defensores de los derechos humanos pueden desligarse del fundamentalismo de mercado, con cuyo éxito han convivido durante toda su existencia, pero no pueden derribar a ese acompañante al que hasta ahora han dejado tranquilo.

Por supuesto, esto difícilmente significa que tan solo debamos regresar a la política nacional, como sugiere Hopgood, como si el destino de la democracia a nivel local no se viera afectado por la política y la economía internacionales. Necesitamos una nueva cascada de justicia internacionalista, más allá de la justa retribución para los archicriminales, tanto como un conjunto de nuevos acuerdos a nivel nacional. Lo que sí significa es que los derechos humanos no enfrentan (y mucho menos resuelven) todos los problemas. Cumplen sus limitados propósitos sin eliminar la necesidad de una nueva política para subvertir el populismo, que tendrá que ser tan global como local. Para el hombre que tiene un martillo, se dice, todo parece un clavo. Ahora Trump está a punto de asumir el poder, y seguir martillando los derechos humanos es ignorar la imperiosa necesidad de contar con otras herramientas.