La COVID-19 demuestra por qué el acceso a Internet es un derecho humano

Dos jovenes en La Habana, Cuba se conectan al internet en un parque con conexión wifi. Yander/EFE.


Más allá de sus trágicas repercusiones para la salud mundial, la pandemia de COVID-19 también ha provocado que los gobiernos impongan restricciones de viaje y cuarentenas, además de ordenar que las personas trabajen y estudien en casa. Se ha abogado por Internet como el remedio para quienes se ven obligados a quedarse en casa. Y, ciertamente, para muchos ha sido una salvación. Sin embargo, la COVID-19 reveló la realidad subyacente de que no todas las personas tienen Internet en casa, incluidas millones de ellas en los países más ricos del mundo. Mi investigación muestra que el acceso a Internet debe ser un derecho humano proporcionado por el gobierno, ya que sin él no es posible ejercer adecuadamente otros derechos humanos, incluidos el derecho al trabajo y el derecho a la educación básica.

En 2016, la Asamblea General de la ONU aprobó una Resolución no vinculante que “declaró que el acceso a Internet es un derecho humano”. Esto creó titulares inspiradores en todo el mundo, pero la Resolución no trató sobre la responsabilidad gubernamental de proporcionar acceso a todas las personas. En cambio, se centró en evitar que los gobiernos “quiten” el acceso. Además, la Resolución se derivó del artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y se considera “derecho indicativo” en lugar de “derecho imperativo”; es decir, que no se aplican sanciones considerables a los Estados-nación por no respetarla. La COVID-19 está poniendo de manifiesto que la ONU tiene un enfoque limitado con respecto al acceso a Internet como un derecho.

En su inmensa mayoría, los estudios realizados alrededor del mundo muestran que el acceso a Internet se ha vuelto esencial para acceder a empleos y educación, mejorar los derechos de los trabajadores, y garantizar la libertad de expresión y el acceso a la información. En un análisis cuantitativo de 120 países, y un estudio de caso comparativo detallado sobre el uso de Internet en las ciudades mexicanas de Guadalajara y Puebla, así como en pueblos indígenas rurales del estado de Oaxaca, también concluí que el acceso es vital para ejercer estos derechos.

Las tasas de penetración de Internet apenas superaron el umbral del 50 % a nivel mundial.

Ahora, en la era del coronavirus, se necesita más que nunca un acceso a Internet sin la vigilancia del “gran hermano” —con más igualdad en términos de género, color y representación del Sur global. De hecho, el acceso a la información podría ser la diferencia entre la vida y la muerte para muchas personas mientras el mundo lucha contra esta pandemia. Las gráficas que muestran la importancia de aplanar la curva se han hecho virales, en un esfuerzo por aumentar la información para frenar la propagación del virus. Los sitios web gubernamentales muestran dónde se está propagando el virus y una lista de números telefónicos para pedir ayuda, o información sobre dónde hacerse la prueba. Sin embargo, estos esfuerzos en línea no llegarán a todas las personas, ya que muchas todavía carecen de acceso a Internet. 

A pesar de que los países acordaron respetar la Resolución de la ONU de 2016, millones de personas aún no tienen acceso a Internet. De hecho, según datos de 2017, las tasas de penetración de Internet apenas superaron el umbral del 50 % a nivel mundial. La falta de acceso no es solo un problema del mundo en desarrollo: el 5 % de la ciudadanía de EE. UU. no utiliza Internet —alrededor de 14 millones de personas— y 24 millones de estadounidenses no tienen banda ancha en el hogar, lo que reduce su capacidad de trabajar y tomar clases en esta nueva era de reuniones de Zoom y entrega de tareas en línea. Los ingresos son, con mucho, el principal determinante del acceso, como demuestran estudio tras estudio en todo el mundo. Sin embargo, según las leyes vigentes de derechos humanos, los gobiernos no están obligados a proporcionar acceso a quienes no pueden pagarlo. Tampoco hay grandes incentivos para que los gobiernos ofrezcan acceso gratuito en los espacios públicos. Y los ya de por sí escasos espacios públicos con acceso, como las bibliotecas y escuelas, están cerrando debido a las medidas gubernamentales para detener la COVID-19. Para agravar este problema, muchos estudiantes (incluidos estudiantes universitarios) no tienen acceso a computadoras si las instalaciones públicas no están abiertas; es evidente que la brecha digital es multifacética e incluye también el acceso a los dispositivos.  

Por otra parte, el derecho a la igualdad de acceso al trabajo ya está codificado en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.  Sin embargo, ¿en realidad es posible lograr la igualdad de acceso al trabajo cuando los procesos de solicitud de muchos empleos se realizan exclusivamente a través de sistemas en línea? Se presentan los mismos problemas en el caso de las plataformas para garantizar derechos que solo están disponibles en línea, desde aplicaciones para la vivienda pública hasta aplicaciones de atención médica.

Si la ONU quiere dedicarse seriamente a reducir la brecha digital y crear leyes de derechos humanos más vinculantes que declaren que el acceso es un derecho, sostengo que los gobiernos deben desempeñar un papel más proactivo. ¿Cómo? La respuesta sencilla: hay que proporcionar más vías para que las personas de bajos ingresos tengan acceso. Una vez que se suspendan las medidas de distanciamiento físico, esto se podría hacer con computadoras públicas en las escuelas, bibliotecas y centros comunitarios ya establecidos. Hasta entonces, las personas sin acceso en casa seguirán rezagándose aún más. Los países podrían seguir el ejemplo de Finlandia, que en 2010 declaró que el acceso de banda ancha es un derecho jurídico, con el objetivo de cubrir, mediante subsidios, al 4 % del país aún sin acceso a Internet. Hay muchas otras opciones, como proporcionar wifi gratis en pueblos o ciudades —algo que se ha probado desde pueblos tan pequeños como Amherst, Massachusetts, hasta municipios mucho más grandes como Helsinki, Finlandia. Otra vía son los subsidios para que las personas de bajos ingresos compren dispositivos usados o reacondicionados mediante alianzas público-privadas. En los EE. UU., el simple hecho de designar a Internet como un servicio público regulado, como las líneas telefónicas, contribuiría en gran medida a obligar a las empresas de telecomunicaciones a brindar acceso en zonas rurales.

El gobierno mexicano ha estado implementando políticas en sus extensas zonas rurales para dar acceso a los hogares y comunidades de bajos ingresos.

Quizás el avance más emocionante ocurrió en México, un país de ingresos medios, donde una reforma constitucional sin precedentes estableció en 2013 que el acceso a Internet es un derecho humano y que el gobierno mexicano debe proporcionar acceso a quienes no puedan pagarlo, lo que incluye la construcción de instalaciones de acceso público para quienes no tienen dispositivos. Con arreglo a esta ley nacional de derechos humanos, el gobierno mexicano ha estado implementando políticas en sus extensas zonas rurales para dar acceso a los hogares y comunidades de bajos ingresos. En este sentido, aunque lentamente, se han puesto en marcha varias políticas a través de una “Estrategia Digital Nacional” multifacética con planes específicos que van desde proveer acceso a centros comunitarios y escuelas, hasta dar subsidios para que los residentes de bajos ingresos paguen el acceso en sus casas. Es evidente que abundan las opciones y que se necesitan enfoques de acceso específicos para cada contexto en todo el mundo.

Por último, sostengo que es vital que la brecha digital no se considere tan solo en términos binarios de acceso o no acceso; en cambio, se trata, en esencia, de una brecha de “grados de acceso” que se ve afectada por el tipo de idioma que se habla, los niveles educativos, los ingresos y el nivel de tecnología disponible. En otras palabras, la brecha digital es multifacética: así como debe ser el enfoque para combatirla. Esta conclusión coincide con las de otros autores; sin embargo, propongo además que los gobiernos deberían ser los proveedores de último recurso cuando los mercados fracasan.

Este es el momento de exigir que los Estados-nación tomen medidas directas, como la reforma constitucional mexicana, que declaren que el acceso es un derecho humano, con la responsabilidad gubernamental de proporcionarlo a las personas de bajos ingresos. La respuesta de política resultante debe encarar la principal dificultad que enfrentan muchas personas: la falta de ingresos. Mientras tanto, millones de personas en todo el mundo siguen encerradas en sus hogares durante la pandemia, sin acceso a una red mundial ahora vital. Por su capacidad de difundir información sobre cómo mantenernos seguros durante esta crisis, de permitir que muchas personas trabajen desde casa y de ayudarnos a educar a nuestros hijos en el hogar, Internet simplemente ha adquirido tal importancia que nadie debería quedarse sin acceso.