¿Egalité? No en la política de refugiados de Francia

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El 3 de marzo de 2022, los ministros de Interior de la Unión Europea votaron por unanimidad la aprobación de una directiva de protección temporal que, además de permitir a los ucranianos permanecer en los Estados miembros durante un periodo renovable de un año, facilitará y agilizará el proceso de obtención de permisos de residencia, alojamiento y asistencia a los niños que ingresen en el sistema escolar francés.

"Esto... refleja, creo, el pleno compromiso de la Unión Europea con la solidaridad que debemos al pueblo ucraniano frente a esta guerra injustificada", dijo el ministro francés del Interior, Gérald Darmanin, que calificó el respaldo de "importante e histórico".

Aunque es indiscutible que medidas como esta son necesarias como respuesta humanitaria a la crisis que se está desarrollando, también es importante reconocer la desigualdad de trato que Francia ha extendido a otras poblaciones de refugiados, concretamente a los procedentes de países de Medio Oriente y África. Naciones Unidas llegó a criticar oficialmente a Francia en 2018 por "las políticas migratorias cada vez más regresivas y las condiciones inhumanas e infrahumanas que sufren los migrantes", que viven en carpas sin baños, obligados a lavarse en ríos o lagos contaminados.

En 2020, el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) dictaminó por unanimidad que Francia había violado el artículo 3, que prohíbe los tratos degradantes e inhumanos, por lo que fue condenada a pagar entre 10 000 y 12 000 euros a tres solicitantes de asilo procedentes de Afganistán, Rusia e Irán que vivían en la calle sin ningún tipo de recursos ni apoyo.

Para un país cuyos principios fundadores universalistas están impregnados de retórica humanitaria, es sorprendente la atroz violación de su pregonado valor de la égalité.

La Fraternité tampoco se ha aplicado.

En 2017, Natacha Bouchart, alcaldesa de Calais, prohibió la distribución de alimentos a los migrantes en un esfuerzo por evitar el establecimiento de nuevos campos de refugiados. Esto se interpretó ampliamente como una táctica para hacer "invisibles" a los refugiados, ya que la distribución de alimentos se trasladó de las horas diurnas, ahora prohibidas, a las nocturnas.

Para un país cuyos principios fundadores universalistas están impregnados de retórica humanitaria, es sorprendente la atroz violación de su pregonado valor de la égalité.

No era la primera vez que se criminalizaba la solidaridad. El 17 de octubre de 2016, Pierre-Alain Mannoni, profesor de geografía de la Universidad de Niza, fue detenido después de que se le encontrara llevando al hospital a tres jóvenes de Eritrea (África) para que recibieran atención médica. Tres meses más tarde, el 4 de enero de 2017, Cédric Herrou, agricultor del Valle de la Roya, en la frontera franco-italiana, fue juzgado por ayudar a 200 solicitantes de asilo a cruzar a Francia. Ambos fueron sancionados en virtud del Código de Entrada y Estancia de Extranjeros y Derecho de Asilo (CESEDA), que prohíbe "ayudar a la entrada, el viaje o la estancia indocumentada" de extranjeros y conlleva una pena máxima de cinco años de prisión y 30 000 euros de multa, un castigo muy severo para actos humanitarios racionalizados sobre la base de la fraternidad, un valor sobre el que se fundó la república.

La desigualdad en el trato a los refugiados se remonta a los años de entreguerras, época en la que Francia se dio a conocer como una "tierra de asilo" que albergaba una de las mayores poblaciones de residentes nacidos en el extranjero. A pesar de esta reputación, la motivación para aceptar refugiados no era totalmente altruista. Tras las pérdidas de la Primera Guerra Mundial, en la que se perdieron aproximadamente 1,3 millones de soldados franceses, Francia acogió a los refugiados como fuente de mano de obra para reforzar los esfuerzos de reconstrucción de la posguerra. Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar en 1933, cuando Hitler llegó al poder y Francia fue víctima de una depresión económica mundial.

La respuesta fue situar a los refugiados (y sus repentinas lealtades políticas "sospechosas") como chivos expiatorios, lo que hizo que Francia empezara a distinguir a los antiguos refugiados de los nuevos. Mediante la Ley del 2 de mayo de 1938, se mantuvieron los derechos de residencia para rusos y armenios, mientras que las solicitudes de residencia permanente o temporal para alemanes, españoles y otros refugiados recién llegados eran mucho más difíciles de obtener. Los judíos, en particular, se convirtieron en blanco de la propaganda antisemita alimentada por las medidas proteccionistas para los trabajadores asalariados que temían una competencia profesional desmesurada.

También hubo ansiedades sociales que empezaron a dar forma a las convicciones sobre qué cualidades eran "asimilables" y cuáles no, una distinción que implica una desigualdad de trato que es totalmente antitética a los valores de la república francesa. Las inquietudes sobre la asimilación fueron expresadas por Charles de Gaulle cuando lamentó cómo "los pueblos mediterráneos y orientales... han modificado profundamente la composición de la población francesa en el último medio siglo" (fuente: Gérard Noiriel. The French Melting Pot: Immigration, Citizenship, and National Identity, página 20)

Si los principios surgidos de la Revolución Francesa sentaron las bases retóricas de Francia como nación de asilo por excelencia, también pusieron en marcha la voluntad del Estado de monopolizar lo que significa ser francés, un significado que está continuamente amenazado por las inseguridades económicas, identitarias y sociales.

A pesar del lenguaje idealista al que Francia pretende adscribirse, las contradicciones e hipocresías surgen cuando el mito republicano de la igualdad se rompe ante estas inseguridades. La cuestión, pues, no es si Francia debe solidaridad al pueblo ucraniano, como expresó Darmanin, sino por qué no ha extendido la misma solidaridad a todos los refugiados.