¿Tensiones irreconciliables? Las instituciones globales de derechos humanos y la democracia

Hay una sensación cada vez mayor por todo el mundo de que los marcos internacionales de derechos humanos y las instituciones democráticas nacionales no están sirviendo adecuadamente a los intereses de las personas.

A nuestro alrededor, observamos un aparente resquebrajamiento de la fe popular en la democracia liberal, la cual se percibe usualmente como un sistema respaldado por los principios de derechos humanos. Este deterioro proviene de dos fuentes muy distintas. Una de ellas consiste en las coaliciones de votantes que han ganado elecciones por márgenes reducidos (en varios Estados democráticos) y que apoyan un nacionalismo populista que utiliza a las minorías como chivos expiatorios a quienes se responsabiliza de los problemas del país. Muchas veces, esta ideología tiene sus raíces en el enojo de sectores de la población antes privilegiados que sienten que el avance de otros grupos y los cambios en la economía mundial han mermado su estatus. Hay numerosos análisis que respaldan esta interpretación y describen la manera en que la trayectoria de la política estadounidense llevó a la elección de Donald Trump como presidente. La reciente y violenta manifestación de la supremacía blanca en Charlottesville, Virginia, y la renuencia de Trump a criticar a estos grupos dadas sus bases electorales, ejemplifican el impacto perverso que pueden tener las fuerzas populistas en el compromiso de los políticos con los derechos humanos.

"La percepción de que los principios de la democracia liberal y los derechos humanos son herramientas de opresión se ha difundido ampliamente."

La segunda fuente es la sospecha, a menudo legítima, presente en muchos grupos —tanto las minorías marginadas de los Estados democráticos liberales como los integrantes de las sociedades no occidentales o del Sur Global— de que la democracia nunca les ha dado resultados. O la persistente percepción de que la democracia es una herramienta de Occidente empleada para mantenerlos débiles. Ya se trate de grupos indígenas que desafían los principios convencionales de la soberanía democrática, o de ciudadanos rusos que respaldan la represión gubernamental contra los activistas acusados de ser agentes extranjeros, la percepción de que los principios de la democracia liberal y los derechos humanos son herramientas de opresión se ha difundido ampliamente.

Parte del problema es que las convenciones y organizaciones de derechos humanos posteriores a la Segunda Guerra Mundial han insistido en que todos los seres humanos están dotados naturalmente de derechos universales y que, por lo tanto, los derechos humanos están por encima de la política. Las organizaciones de derechos humanos afirman que los derechos se deben respetar en todas partes, sin importar el tipo de régimen político, y por ello se resisten a participar en los debates sobre la democracia. Sin embargo, es difícil sostener la afirmación de que los derechos son naturales y apolíticos cuando es empíricamente obvio que nuestra comprensión de lo que constituye los derechos humanos ha cambiado y se ha ampliado sobremanera a través del tiempo. El derecho al matrimonio igualitario para las personas del mismo sexo era una idea radical incluso en la década de los 1990; sin embargo, el apoyo al mismo en los Estados Unidos ha aumentado del 27 % al 64 % tan solo en las últimas dos décadas.

En años recientes, cada vez les resulta más complicado a nuestras instituciones mundiales de derechos humanos, incluidos los tribunales internacionales como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), no involucrarse en la política y en los debates sobre democracia. Esto es especialmente cierto cuando los gobiernos a los que juzgan ignoran con descaro el Estado de derecho y protegen su poder mediante la violación de los derechos humanos de sus críticos. Un buen ejemplo es el de los casos del TEDH relacionados con Mikhail Khodorkovsky, ex magnate de negocios y crítico del gobierno ruso, en los que el Tribunal se esforzó por proporcionar un veredicto imparcial y apolítico, mientras que el gobierno ruso creaba un mecanismo jurídico interno para ignorar las sentencias del TEDH.

Flickr/Fibonacci Blue/CC BY 2.0(Some Rights Reserved).

The recent violent white supremacist rally in Charlottesville, Virginia, and Trump’s reticence to criticize those groups given his electoral base, is one example of the perverse impact that populist forces can have on politicians’ commitment to human rights.


Una visión del problema fundamental que afecta a los derechos humanos en las democracias —al menos en los Estados democráticos liberales— es la que expresa Stephen Hopgood. Hopgood sostiene que los activistas de derechos humanos han sido demasiado elitistas y se han concentrado excesivamente en las normas e instituciones internacionales, distanciándose del trabajo de base en el escenario político democrático a nivel nacional. Muchos defensores de derechos humanos izquierdistas han abandonado su enfoque tradicional en las cuestiones de bienestar socioeconómico de la clase media y la clase trabajadora, cuyos votos son cruciales para que los partidos puedan ganar elecciones. En consecuencia, algunos candidatos populistas ajenos al sistema pudieron movilizar a coaliciones de votantes blancos enfadados, que antes pertenecían a los sectores privilegiados, como en los casos de las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016 y el voto del Brexit en el Reino Unido.

Otro punto de vista, procedente de grupos marginados a nivel mundial o nacional, que no tienen sus raíces en Europa, es que el principal problema radica en las limitaciones de nuestros marcos de derechos humanos. Estos marcos tienen su génesis en la historia de la ilustración de Europa Occidental; por lo tanto, la misma conceptualización de los “derechos” como individualizados no se adapta bien a otras regiones del mundo. Además, los marcos liberales de derechos humanos incluso en estos Estados —especialmente en los Estados de colonos que colonizaron a las poblaciones indígenas— nunca se han ampliado para abarcar de igual manera a todos los miembros de dichas sociedades. Las sociedades precoloniales indígenas en esos territorios tenían maneras muy distintas de definir el bienestar de la comunidad de las que utilizan nuestros marcos de derechos humanos y democracia liberal.

Una táctica para resolver el problema —al menos para los partidos políticos de los Estados democráticos occidentales— sería apartarse de la proliferación de un conjunto cada vez más amplio de derechos, como plantea Hopgood. Él recomienda, en cambio, centrarse en un conjunto “básico” de derechos que se apliquen a todas las personas, y en las instituciones democráticas básicas que los defienden. Sin embargo, como afirmarían muchos miembros de grupos históricamente marginados, una aplicación equitativa de los mismos derechos a todas las personas, sin tener en cuenta el género, la raza o el grupo cultural, no ha dado lugar a una igualdad de capacidades en el pasado. Por ejemplo, las feministas han sostenido durante mucho tiempo que aplicar las mismas políticas de permisos de trabajo a hombres y mujeres, sin disposiciones de licencia por maternidad distintas para las mujeres, conduce inevitablemente al deterioro de la igualdad de oportunidades de las mujeres en el lugar de trabajo, ya que solo ellas pueden tener hijos.

Otro enfoque podría ser pensar en maneras de articular los derechos que incorporen formas más diversas de comprender la clase de bienes a los que tienen derecho los seres humanos en la vida. Esto requiere pensar en cómo hacer que las instituciones y los principios de derechos humanos sean flexibles para que puedan ajustarse a las diferentes interpretaciones culturales, mientras también son lo suficientemente coherentes para mantenerse como principios. ¿Cómo pueden los defensores de los derechos humanos arraigar estos derechos en diferentes contextos en lugar de ver el contexto como algo que los principios de derechos humanos tienen que “superar”? La creciente legalización de las instituciones mundiales de derechos, aunque útil en muchas circunstancias, puede tener el efecto secundario perjudicial y no deseado de hacer que los principios se vuelvan más estrictos y demasiado específicos, conforme son cada vez más codificados y normativos.

Algunas estrategias específicas para lograrlo podrían incluir diversificar la manera de identificar a los expertos y la forma de determinar la validez de la evidencia al adjudicar las reivindicaciones de derechos humanos. Gran parte de la historia de las reivindicaciones de tierras indígenas, por ejemplo, es de naturaleza oral, y los tribunales apenas han comenzado a aceptar este tipo de pruebas como creíbles, como sucedió con la decisión del Tribunal Supremo de Canadá en el caso Delgamuukw de 1997. ¿Es posible desarrollar prácticas institucionales que sean flexibles ante distintos énfasis locales, mientras siguen manteniendo su coherencia? En pocas palabras, ¿pueden estos principios doblarse sin romperse?

Algunas personas argumentarían, de manera más radical, que la solución es descartar completamente los derechos humanos como marco conceptual en muchos contextos. Por el contrario, la solución sería orientar las reivindicaciones de las personas en torno a diferentes conceptos, como los beneficios, o el bienestar colectivo (por ejemplo, el buen vivir en Sudamérica).

La cuestión fundamental, entonces, es si la prolongada relación entre la democracia y los derechos humanos puede perdurar en el futuro. ¿Las soluciones provendrán de reducir el alcance y enfocarnos en un conjunto limitado de derechos humanos, o lo harán de abrir nuestro entendimiento de los derechos humanos a concepciones culturales y contextos más diversos?