Los fallos de los tribunales estremecen los cimientos políticos y defienden los derechos humanos

En los últimos años, a medida que los demagogos nacionalistas llegan al poder expresando sin recato su desprecio por las normas jurídicas, muchas personas han comenzado a cuestionar el valor de los derechos humanos y de las medidas jurídicas como herramientas para defenderlos. 

Alrededor del mundo, el marco de derechos humanos ayudó a movilizar la resistencia contra los dictadores y a liberar a los prisioneros políticos durante la Guerra Fría. Sin embargo, algunos sostienen que no es capaz de abordar los complicados problemas de un siglo XXI cada vez más estratificado y globalizado. El litigio en materia de derechos humanos —que alguna vez fuera alabado por acabar con la segregación racial legalizada en los Estados Unidos y por desafiar el apartheid sudafricano— se ha convertido en objeto de numerosas críticas por su costo, su elitismo y sus demoras aparentemente interminables.

Por eso, fue una sorpresa que algunos fallos judiciales recientes sacudieran los cimientos políticos de tres países. Aunque abordaron cuestiones distintas en contextos nacionales muy diferentes, estas decisiones sugieren que los obituarios para la abogacía de derechos humanos quizás sean algo prematuros.

Flickr/Weiss and Paarz/CC BY-SA 2.0 (Some Rights Reserved).

In Kenya, Guatemala and Brazil, courts have showed that aggrieved parties can prompt courts to halt or overturn wrongful acts of great consequence.


En Kenia, el Tribunal Supremo anuló los resultados de las elecciones presidenciales del mes pasado, que parecían conceder un segundo mandato al presidente Uhuru Kenyatta. El tribunal ordenó la celebración de nuevas elecciones en un plazo de 60 días. Aclamado por la oposición política y condenado por los partidarios de Kenyatta, el fallo afirmó la importancia de la integridad electoral como punto de referencia para la legitimidad democrática. Y demostró que los jueces están dispuestos a afirmar su independencia al rechazar los resultados de unas elecciones que fueron elogiadas de manera generalizada por los observadores internacionales.

No mucho antes de esto, el Tribunal Constitucional de Guatemala prohibió al presidente Jimmy Morales expulsar al respetado líder de una comisión contra la corrupción respaldada por las Naciones Unidas. El desafío del tribunal contra un presidente determinado a poner sus propios intereses por encima de los intereses nacionales (Morales enfrenta un proceso de investigación penal por presunto financiamiento electoral ilícito) tuvo gran aceptación en un país que durante largo tiempo ha visto como la violencia política y la corrupción de alto nivel debilitan sus instituciones judiciales.  

Además, un juez federal en Brasil bloqueó temporalmente un decreto presidencial que amenazaba con abrir amplias franjas del bosque amazónico a la minería. Aunque es temporal, el mandato del tribunal promovió las reclamaciones de las comunidades indígenas y los activistas ambientales frente al arraigado poder económico de las industrias agrícola, ganadera y minera.

Por sí solo, ninguno de estos casos acabará con la corrupción, revertirá la desigualdad o aliviará la frustración masiva que ha dado lugar al populismo iliberal. Pero cada uno de ellos, a su manera, ha demostrado que las partes agraviadas —trátese de votantes consternados por la acumulación de irregularidades, de ciudadanos que tratan de frenar a los funcionarios extralimitados o de un profesor preocupado por la selva— pueden incitar a los tribunales a detener o anular actos ilícitos de gran trascendencia.

Dado que acaban de emitirse, aún no se conocen todas las consecuencias de estas decisiones. Es posible que otros litigios, u otros acontecimientos, impidan su implementación. 

Por supuesto, no todos los litigios son iguales. Intentar revocar un acto único —ya sea un decreto presidencial o el resultado de unas elecciones— es un objetivo distinto, y menos ambicioso, que reducir el hambre, la pobreza o la falta de vivienda. El éxito obtenido en los casos de la semana pasada no sugiere de ninguna manera que las demandas sean vías siempre necesarias, o incluso deseables, hacia el cambio.

No obstante, cuando se despliegan estratégicamente como parte de una campaña integral de defensa y promoción, los litigios en defensa de los derechos humanos pueden marcar una diferencia. Idealmente, aquellos cuyos intereses se verán más afectados deben impulsar y apropiarse de esta clase de campañas, las cuales deben incluir la participación tanto de abogados como de muchos otros actores, considerar el entorno político y social y utilizar toda la gama de herramientas disponibles, desde el cabildeo parlamentario y la creación de comunidades hasta las protestas callejeras.

Si bien el litigio es solo una táctica dentro de un mosaico más amplio, es especial.

Si bien el litigio es solo una táctica dentro de un mosaico más amplio, es especial.

Por lo general, los fallos de los tribunales son vinculantes: las partes están obligadas por ley a responder, aunque no siempre lo hagan. No existe una obligación similar de responder a una petición o manifestación. Además, el proceso de articular las reclamaciones, y lograr las resoluciones, enmarcado en el lenguaje de la responsabilidad y los derechos jurídicos, invoca, reafirma y, a veces, altera las promesas más consideradas y explícitas que la sociedad se ha hecho a sí misma. Los procedimientos judiciales son asuntos formales imbuidos de la plena autoridad del Estado. La legitimidad de las decisiones judiciales se deriva, en parte, de que se basan en evidencia y en un razonamiento transparente, y no simplemente en ideología o preferencia política. Y mientras que la legislación habla en el lenguaje general de las políticas, es a través del litigio —el crisol de un “caso o controversia” específicos— que se examinan críticamente las implicaciones de las disposiciones legales, según se manifiestan en los aspectos prácticos de la vida real.  

Quizás la evidencia más convincente del valor del litigio en materia de derechos humanos es hasta qué extremo han llegado algunos para criticarlo, obstaculizarlo o silenciarlo. Precisamente porque los recursos jurídicos pueden molestar o avergonzar, restringir la toma de decisiones, obligar a la reparación o modificar las políticas o las prácticas, los tribunales regionales o internacionales de derechos humanos, así como los tribunales nacionales que tratan temas de derechos, han sido objeto de fulminantes ataques por parte de quienes se encuentran en su punto de mira.

En los últimos años, hemos sido testigos de una serie de desafíos para los órganos judiciales. Desde el cierre del tribunal de la Comunidad del África Meridional para el Desarrollo en 2011 después de una resolución que desafiaba la expropiación territorial de Zimbabue; hasta las crecientes críticas contra el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en Gran Bretaña, Rusia y Suiza, y la oposición concertada contra la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, los Estados de todo el mundo han dejado claro que, en ocasiones, el litigio en materia de derechos no es bien recibido precisamente porque no puede ser ignorado. Los ataques del presidente Trump contra la judicatura federal estadounidense por bloquear las prohibiciones de inmigración que propuso son una confirmación particularmente extrema de este hecho. 

Los litigios para defender los derechos humanos no pueden hacerlo todo. Pero a medida que se reduce el espacio cívico en las legislaturas, los medios y el escenario político, las actividades de defensa y promoción centradas en los tribunales constituyen una de las pocas vías que nos quedan para desafiar con legitimidad, y condenar con autoridad, las medidas ilícitas. La reciente e impresionante expresión del poder judicial sugiere que, en las circunstancias adecuadas, las medidas jurídicas aún pueden causar un gran impacto.