Género y guerra: por un 2021 para repensar prácticas nocivas de investigación

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Colectivos de mujeres marcharon por las calles de la capital colombiana para conmemorar el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. EFE/ Mauricio Dueñas Castañeda


El Acuerdo de Paz de 2016 en Colombia atrajo una oleada de investigaciones académicas foráneas y domésticas. Una de las innovaciones que más ha cautivado la atención de los estudiosos de las transiciones y los conflictos armados ha sido el enfoque de género del Acuerdo, una conquista política de las organizaciones feministas colombianas que sintetiza una apuesta de más de dos décadas por la visibilización y la judicialización de los crímenes sexuales y de género cometidos durante el conflicto, entre otros aspectos. 

Sin embargo, la explosión de investigaciones sobre conflicto, transición y género conducen a una sobreexposición y saturación de actores locales como organizaciones, víctimas e investigadores que empiezan a generar desgastes y prácticas discutibles a nivel ético, de producción del conocimiento y de seguridad. Una meta para 2021 es entender dichas prácticas y buscar su transformación.

Hasta hace poco trabajé en una ONG para impulsar la visibilización de la situación de las personas LGBT víctimas del conflicto armado en Colombia. Quienes conocen el trabajo de los y las defensoras de derechos humanos saben que implica una cantidad voluminosa de actividades: litigio, investigación, incidencia, atención y documentación directa a las víctimas, entre otras tantas. 

Después de muchos tropiezos en 2017, la implementación del Acuerdo durante el 2018 trajo consigo una nueva tarea que ocuparía una parte importante de la agenda del equipo con el que trabajaba: un sinnúmero de investigadoras e investigadores colombianos y extranjeros interesados en varias preguntas acerca de la relación entre la situación de los derechos de las personas LGBT y el conflicto armado. Haciendo un cálculo moderado, entre 2019 y 2020 invertí 40 de mis horas laborales concediendo entrevistas a investigadores e investigadoras. 

Adelantar este tipo de trabajo apareja cargas invisibles para quienes se ubican en el lugar “pasivo” de la investigación: cansancio emocional y físico, ansiedad y, sobre todo, la sensación de que información y tiempo valiosos se van entre nuestras manos para lo que, seguramente, será un pie de página en un artículo cuya existencia desconozcamos.

Estas prácticas nocivas deben hacer parte de las conversaciones que nos planteamos a la hora de andar por el camino sinuoso de la transición y que las investigaciones acerca de derechos humanos deben plantearse. 

Por un lado, es fundamental reconocer el porqué de su relevancia. Las investigaciones sobre la violencia sexual en las guerras han permitido consolidar una agenda internacional robusta que, al menos formalmente, ha comprometido a Estados y actores internacionales con la lucha contra la impunidad de esas formas de violencia. Colombia no ha estado al margen de esa tendencia global. Buena prueba de ello está en la preeminencia de las organizaciones feministas colombianas que se abrieron un camino en el Acuerdo de Paz y hoy batallan incansablemente por la consecución de justicia para las víctimas ante instancias como la Jurisdicción Especial para la Paz.

Sin embargo, por otra parte, dado que los temas y actores involucrados son sensibles y vulnerables, ciertas prácticas pueden y deben transformarse. Una de ellas tiene que ver con las fuentes, un dilema que aqueja por igual tanto a académicos como periodistas. Lo que resulta particularmente problemático es la obsesión con el relato directo y descarnado de las víctimas, pues conduce a pensar que la comprensión y tramitación colectiva de los horrores del conflicto sólo es posible en Estas prácticas nocivas deben hacer parte de las conversaciones que nos planteamos a la hora de andar por el camino sinuoso de la transición y que las investigaciones acerca de derechos humanos deben plantearse.  de un relato crudo. Además de cercenar nuestra imaginación, expone a las personas a formas de revictimización innecesarias. 

Estas prácticas nocivas deben hacer parte de las conversaciones que nos planteamos a la hora de andar por el camino sinuoso de la transición y que las investigaciones acerca de derechos humanos deben plantearse. 

Un camino virtuoso por recorrer supone mirar con más detalle lo que ya producen organizaciones y víctimas para dignificar relatos de violencia. El año pasado, por ejemplo, Colombia Diversa lanzó Celeste, una plataforma interactiva en la que todas las personas pueden encontrar su estrella en una constelación de historias de vida de personas LGBT víctimas de violencia por prejuicio, dentro y fuera del conflicto armado. Una investigación que utilice a Celeste como fuente no sólo sería innovadora, sino que contribuiría a transformar el canon sobre lo que consideramos fuentes legítimas de investigación.

Otra cuestión se relaciona con el trato directo a los y las investigadores domésticos. En el proyecto Bakavu Series (Silent Voices), un programa de la Universidad de Ghent que reúne académicos y académicas del norte y el sur global que se cuestionan sobre los dilemas éticos de este tipo de investigaciones, han constatado que la práctica de asumir que quienes hacen trabajo a nivel local están menos calificados intelectual y técnicamente es frecuente. 

Colombia no es la excepción. El año pasado, por ejemplo, una coalición de abogadas feministas de la que participaba recibió el apoyo de una organización internacional para entablar un diálogo de saberes con un think-tank del norte global sobre diversas experticias en el enjuiciamiento de la violencia sexual en conflictos armados. A la llegada de las expertas, el intercambio se volvió más en una evaluación de nuestros conocimientos, de manera que aquellas pudiesen hacer un diagnóstico de cómo apoyar nuestro trabajo.

Para enfrentar este problema valdría la pena, primero, no dar por sentado que la razón por la que problemas tan apremiantes como la violencia sexual en el conflicto no se resuelven se debe a la debilidad intelectual o política de las investigadoras o activistas locales, o incluso las propias víctimas. Segundo, hacer el ejercicio de conocer a profundidad el contexto en el que se pretende desarrollar la investigación y mapear con rigor la producción intelectual local. Esta insistencia por conocer el contexto es, de hecho, una de las recomendaciones que de manera más frecuente proponen los investigadores del norte global agobiados por los problemas éticos que encuentran al adelantar sus propias investigaciones.

Colombia es un país que lleva al menos cuatro décadas produciendo análisis de alta calidad sobre su conflicto. Ignorarlo es una práctica irresponsable que reproduce las desigualdades desde el punto de vista de producción de conocimientos entre el norte y el sur global, pues privilegia la mirada vertical y extranjera sobre la implicada y local de quienes desarrollan saberes especializados sobre un conflicto que les atraviesa. 

Finalmente, como conté al inicio, estas investigaciones conducen a la fatiga emocional y física, de manera que impactan la seguridad e integridad de los actores locales. El tema de los costos emocionales de la investigación no es nuevo y, sin embargo, sigue siendo un tabú tanto en la academia como en el mundo del activismo. Para enfrentarlo, vale la pena dar una mirada hacia el trabajo pionero que las organizaciones feministas en Colombia han adelantado promoviendo prácticas de cuidado, protección y auto-protección como base fundamental de la investigación y acompañamiento de víctimas de violencia sexual.  

Por eso, es indispensable preguntarse antes de sobresaturar los correos de las organizaciones con pedidos exigentes e insistentes de entrevistas al menos dos cosas: (1) ¿he indagado lo suficiente a través de fuentes secundarias y estoy convencida/o de que la información que necesito no puedo conseguirla de otra manera?; (2) ¿puedo comprometerme con que los resultados de mi investigación contribuyan al trabajo de los actores locales a quienes pido colaborar con mi trabajo? En el caso de que la segunda respuesta sea negativa, reevalúe la urgencia de ese testimonio en su investigación, o al menos no se comprometa con compartir los resultados.

Entender y transformar esas preocupaciones en prácticas más éticas, justas y seguras para la integridad de los actores locales es una buena forma de recordarnos que la investigación puede fungir como un complemento virtuoso de la construcción de paz, pero también como un catalizador de mayores conflictos y de traumas individuales y colectivos.