Los líderes, el exilio y los dilemas de la justicia internacional

EFE/MOHAMED MESSARA

Muammar Gaddafi​ gobernó Libia durante 42 años, desde el 1 de septiembre de 1969​ hasta el día de su muerte en 2011.


Desde hace mucho tiempo, el exilio ha ofrecido una manera en que los líderes no populares pueden dejar el cargo sin que sus adversarios nacionales les impongan algún castigo. En otros tiempos, los gobernantes tomaban esta opción de salida internacional con regularidad. Si bien renunciaban al poder en su país, estos líderes podían vivir el resto de sus vidas con seguridad en el extranjero; por lo general, en condiciones lujosas. Por ejemplo, Ferdinand Marcos, de Filipinas, se retiró a Hawái, Jean-Claude Duvalier, de Haití, partió a la Riviera Francesa e Idi Amin, de Uganda, se instaló en una villa en Arabia Saudita. Así, a través de la historia, el exilio ha proporcionado un atractivo “paracaídas dorado” a los líderes asediados.

Pero algo ha cambiado últimamente. Muchos líderes —pensemos en Muammar Gaddafi de Libia, Laurent Gbagbo de Costa de Marfil y Bashar Assad de Siria— parecen estar mucho menos dispuestos a exiliarse. En cambio, se aferran al poder hasta las últimas consecuencias, en ocasiones incluso luchando hasta que son asesinados o capturados. En comparación con gobernantes anteriores, ¿por qué algunos de los déspotas contemporáneos se han resistido tanto a dejar el poder y retirarse en el extranjero?

En un artículo publicado en el American Journal of Political Science, sostengo que la creciente tendencia a responsabilizar a los líderes de los crímenes atroces sin importar las fronteras nacionales complica la opción del exilio. Mientras que los líderes del pasado —incluso los notablemente brutales— podían retirarse en el extranjero sin temor al enjuiciamiento, el avance de la justicia internacional ha hecho que la seguridad de un exilio después del cargo dependa de cómo se comportaron mientras estaban en el poder. En concreto, a los líderes culpables (definidos como quienes fueron responsables de las atrocidades masivas) ahora debe preocuparles la posibilidad de que huir al extranjero ocasione que finalmente terminen en la cárcel.

Los resultados estadísticos que presento en mi artículo revelan un cambio pronunciado en los patrones de exilio. En el pasado, los líderes culpables y los no culpables se exiliaban a tasas prácticamente idénticas. Sin embargo, ha sido seis veces menos probable que los líderes culpables tomen la opción del exilio desde 1998 (un año decisivo para la justicia internacional en el que ocurrieron la creación de la Corte Penal Internacional y la detención del chileno Augusto Pinochet en el Reino Unido; la primera vez que se detuvo a un exmandatario fuera de su país por crímenes internacionales de derechos humanos). En otras palabras, se ha reducido el espacio en el mundo para los líderes culpables. Por lo tanto, el argumento contribuye a explicar por qué los mandatarios opresores del pasado, como Marcos, Duvalier y Amin, estuvieron satisfechos con retirarse al extranjero, mientras que gobernantes brutales más recientes como Gaddafi, Gbagbo y Assad prefieren aferrarse al poder a pesar de los riesgos evidentes que conlleva esta estrategia.

¿Qué debemos pensar de estos resultados? La mayoría de las personas estarían de acuerdo en que el hecho de que menos líderes opresores escapen a un retiro cómodo es un cambio bienvenido. Ciertamente, acabar con la impunidad por los crímenes de atrocidad masiva requiere que los “malos” gobernantes no puedan desaparecer a un refugio después de causar devastación en sus países de origen. En este sentido, la reciente presión a favor de la justicia internacional ha sido muy exitosa.

Pero si nos preocupan los efectos prácticos e inmediatos de los enjuiciamientos, la cuestión es más complicada. En el trabajo existente sobre la violencia política y la justicia internacional, hay dos escuelas principales de pensamiento. Los optimistas sostienen que la justicia internacional es útil porque disuade de cometer atrocidades, mientras que los pesimistas aseveran que la justicia internacional es perjudicial porque prolonga las guerras civiles (al ofrecer una razón para que los beligerantes piensen que la paz los expondrá a ser enjuiciados). Mis hallazgos sobre los patrones de exilio sugieren que los estudios anteriores no ven el panorama más amplio: los efectos positivos y perversos de la justicia internacional están vinculados íntimamente.

La conexión es la siguiente: dado que la justicia internacional ocasiona que la disponibilidad de un exilio seguro después del cargo dependa del comportamiento del gobernante mientras aún ocupa el poder, debería generar dos efectos encaminados en direcciones opuestas. Por un lado, al reducir la viabilidad de un exilio seguro, el aumento de las probabilidades de tener que enfrentar la justicia internacional debería ser un incentivo para que los líderes culpables sigan luchando durante las guerras civiles cuando en otros casos se retirarían en el extranjero. Por el otro lado, precisamente porque los líderes ahora saben que ordenar o permitir violaciones disminuye sus opciones de salida en el futuro, la justicia internacional debería crear un efecto disuasorio y se deberían producir menos atrocidades.

Por lo tanto, mi argumento sugiere que hay un dilema de justicia: la disuasión de atrocidades y la prolongación de conflictos pueden ser dos caras de la misma moneda.

Este artículo también se encuentra en Political Violence @ a Glance.