El giro en Reino Unido sobre la tortura muestra cómo puede funcionar la defensa de los derechos humanos

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Un manifestante vestido con un mono similar a los que utilizan los presos de Guantánamo se manifesta en el exterior de Downing Street en Londres, Reino Unido,  EFE/Andy Rain


El Proyecto de Ley de Operaciones en el Extranjero del Reino Unido se aprobó a finales de abril de 2021 tras un largo debate sobre si podría socavar las leyes internacionales contra la tortura y los crímenes de guerra. Este debate demostró una vez más que, aunque el gobierno británico tiende a no hacer voluntariamente lo correcto en estos asuntos, si se le avergüenza y critica lo suficiente, puede acabar prestando la debida atención, como ocurrió en el caso de la prohibición internacional de la tortura.

Lanzada el año pasado para proteger a las tropas británicas de reclamaciones judiciales vejatorias, la ley incluía inicialmente una presunción contra el procesamiento de las denuncias de tortura y crímenes de guerra que tuvieran más de cinco años de antigüedad.

Dado que estos casos pueden tardar años en resolverse, esto planteaba una perspectiva profundamente preocupante sobre una impunidad efectiva para los soldados acusados de crímenes atroces. Gracias a su mayoría de 80 curules, el gobierno de Boris Johnson parecía dispuesto a forzar la aprobación del proyecto de ley en el Parlamento con esta medida intacta.

Sin embargo, después de haber sido criticado por introducir una forma vergonzosa de impunidad, el gobierno dio un gran giro al final del proceso parlamentario, y aceptó excluir la tortura y los crímenes de guerra de su reforma legal.

Este giro inesperado de los acontecimientos ofrece una idea de cómo puede funcionar la defensa de los derechos humanos en relación con la tortura, es decir, a quién seleccionar para impulsar los argumentos y qué argumentos son los más convincentes. 

Una coalición de organizaciones de derechos humanos organizó una implacable campaña contra el proyecto de ley junto con miembros del parlamento, abogados y, sobre todo, supervivientes de tortura. Los exgenerales y exministros de defensa también desempeñaron un papel crucial, ya que tenían autoridad para rebatir las afirmaciones del gobierno de que su proyecto de ley era necesario para la protección de los soldados.

Aunque los supervivientes hablaron de forma convincente acerca del dolor, el sufrimiento y la inadmisibilidad moral de la tortura, por desgracia, mi investigación sobre dos décadas de debate parlamentario y público británico indica que el argumento ético rara vez llega a los hacedores de política. El gobierno nunca ha aceptado del todo el argumento de que la tortura y el trato inhumano son siempre malos. Hacerlo parece incluso un signo de debilidad para ciertos hacedores de política.

Como dijo el entonces ministro del Interior, Reginald Maudling, al Parlamento en 1971: “La tortura no es aceptable, pero el mero hecho de preguntar [a los detenidos] si serían lo suficientemente buenos para ayudar en la investigación tampoco lo es”.

El gobierno nunca ha aceptado del todo el argumento de que la tortura y el trato inhumano son siempre malos.

Tras el 11 de septiembre, aunque los ministros británicos declararon que la tortura no era moralmente aceptable, también plantearon dudas sobre la cuestión ética, al hablar de “dilemas” y “decisiones increíblemente difíciles”, en circunstancias en las que la necesidad de inteligencia extranjera obtenida potencialmente mediante la tortura era vital en la lucha contra el terrorismo. Durante los diez años que siguieron, los funcionarios británicos mostraron pocos reparos en ser cómplices de la tortura o los malos tratos llevados a cabo por los servicios de seguridad extranjeros.

Sin embargo, uno de los argumentos que sí caló se centró en el daño causado a la reputación internacional del Reino Unido por estar involucrado en la tortura, lo que siempre ha sido una estrategia que parece funcionar. Cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminó en 1978 que los interrogatorios británicos en Irlanda del Norte habían violado el Convenio Europeo de Derechos Humanos, el gobierno se sintió avergonzado y sintió que su reputación internacional se había visto empañada. Después de que los observadores de las Naciones Unidas y de Europa documentaran una serie de denuncias de malos tratos en los centros de detención de Irlanda del Norte a principios de la década de 1990, el gobierno tomó medidas para depurar sus actos.

Durante la “Guerra contra el Terror”, la preocupación por la reputación motivó a los funcionarios del Reino Unido a evitar, en general, perpetrar ellos mismos la tortura. Incluso las comunicaciones privadas hablaban del daño a la reputación y de la necesidad de evitar la violación de los compromisos internacionales de Gran Bretaña.

En enero de 2002, por ejemplo, los jefes de los servicios de inteligencia británicos advirtieron a sus oficiales sobre los abusos de Estados Unidos en Afganistán, y declararon que “El compromiso declarado del Gobierno de Su Majestad con los derechos humanos hace que sea importante que los estadounidenses entiendan que no podemos ser parte de esos malos tratos ni se nos puede ver condonándolos”.

En los últimos seis meses, cuando una serie de exgenerales y destacadas figuras del ministerio de defensa salieron a criticar el proyecto de ley de operaciones en el extranjero, invocaron una y otra vez el argumento del daño a la reputación.

El exministro de Defensa y secretario general de la OTAN, George Robertson, encabezó la oposición al proyecto de ley en la cámara alta del parlamento, la Cámara de los Lores, advirtiendo que los planes del gobierno con respecto a las acusaciones de tortura y crímenes de guerra harían “un daño duradero y grave [a]... nuestras Fuerzas Armadas y la reputación de este país”. Lord Guthrie, antiguo jefe del Estado Mayor de la Defensa, lo calificó de “mancha en la reputación del país”.

Incluso el periódico derechista Daily Mail empezó a cubrir la oposición de las Naciones Unidas y de los antiguos generales al proyecto de ley, al publicar un editorial en el que se afirmaba que “insinuar que las tropas son intocables envía un mensaje peligroso” y era un “vergonzoso fracaso moral” que “atraviesa la reputación internacional de Gran Bretaña”.

El gobierno se enfrentó a un coro de críticas y sufrió una serie de derrotas sobre el proyecto de ley en la Cámara de los Lores. A medida que se acercaban los últimos días de la sesión parlamentaria, los ministros comenzaron finalmente a hacer concesiones, al anunciar que la tortura, los crímenes contra la humanidad y los crímenes de guerra quedarían excluidos de la presunción de no procesamiento.

Leo Docherty, viceministro de Defensa, admitió que el gobierno había dado un giro de 180 grados “para evitar que se percibiera un mayor daño a la reputación del Reino Unido con respecto a nuestro compromiso permanente de defender el Estado de derecho y nuestras obligaciones internacionales, en particular la convención de la ONU contra la tortura”.

Aunque tanto los críticos como el gobierno hacían ahora hincapié en la reputación, su intercambio tenía menos que ver con persuadir realmente a los ministros y más con presionarlos, y hacer que sus afirmaciones parecieran insostenibles a los ojos de las comunidades parlamentarias, militares y políticas que seguían el asunto. Al final, el gobierno se vio obligado a reconocer que sus planes sobre la tortura y los crímenes de guerra perjudicarían la posición internacional del Reino Unido.

Aunque los argumentos puramente consecuencialistas como éste conllevan peligros, a menudo han ofrecido una vía viable para que los activistas y los críticos aparten al gobierno británico de la tortura. Y cuando los actores militares y de seguridad desempeñan un papel destacado en la campaña, a los ministros les resulta más difícil resistirse a ellos. Mi investigación actual analiza si estos patrones también pueden encontrarse más allá del Reino Unido en otras democracias, como España y Estados Unidos.

Resulta decepcionante, en muchos sentidos, que el daño a la reputación y el estatus de quienes impulsan la oposición parezcan ser lo que se impone, en lugar de la inaceptable moralidad de la tortura. No obstante, comprender estas realidades es útil para los ciudadanos y activistas que hacen campaña para garantizar que el Reino Unido y otras democracias se mantengan alejados de la participación en la tortura y los crímenes de guerra.