Las políticas fiscales son esenciales para lograr los ODS y evitar el “apartheid climático”


La desigualdad ocupó el primer lugar en la agenda del Foro Político de Alto Nivel sobre desarrollo sostenible de 2019, que acaba de concluir en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. Pero el énfasis retórico en “garantizar la inclusión y la igualdad” no se traducirá en reducciones concretas de las disparidades entre los países y dentro de ellos, como exige el objetivo de desarrollo sostenible 10, a menos que los gobiernos establezcan impuestos progresivos y programas sociales transformadores. Para cerrar la brecha económica, es preciso que las empresas y los individuos adinerados respeten las normas globales, paguen la parte que les corresponde y asuman la responsabilidad por su participación en la crisis climática, la cual afecta más a los residentes más pobres del mundo. Vincular las prioridades de desarrollo con la filantropía y el financiamiento privados en lugar de los presupuestos e ingresos públicos —como parece haberlo hecho la ONU al firmar un Marco de Asociación Estratégica con el Foro Económico Mundial el mes pasado— no es solo una propuesta arriesgada, sino que también deja de lado la función esencial que desempeñan las políticas fiscales en la recaudación y distribución de recursos, la regulación de la conducta, la representación de los gobernados y la realización de sus derechos.

Nuestro nuevo volumen, Tax, Inequality and Human Rights (Impuestos, desigualdad y derechos humanos), explica por qué las políticas fiscales, incluidas las leyes fiscales y las lagunas normativas, son el punto de partida para la lucha por los derechos humanos. Los ensayos recopilados abordan temas que van desde las repercusiones para los derechos humanos de los procesos de reformas tributarias internacionales, la responsabilidad de los Estados en la facilitación del abuso fiscal transfronterizo y los argumentos a favor de una mayor transparencia fiscal hasta la discriminación racial y de género en los impuestos sobre el trabajo, los refrescos y los tampones, y el debate sobre el ingreso básico universal. El libro realiza un examen crítico de las intersecciones entre el derecho tributario y de derechos humanos, y explora cómo las obligaciones de los Estados en materia de derechos humanos deben incidir en las medidas fiscales nacionales e internacionales. De esta manera, contribuye a un debate vital sobre los derechos humanos y las políticas fiscales en una época de desigualdad extrema. 

Una nueva ortodoxia fiscal ha echado raíces en todo el mundo, con profundas implicaciones para los derechos humanos. Algunos de los ingredientes principales de esta ortodoxia, como los recortes del gasto público, no son nada nuevos; lo que las organizaciones económicas internacionales ahora llaman “consolidación fiscal” no es más que un eufemismo para la “austeridad”. La consolidación de los límites presupuestarios en las disposiciones constitucionales, como el “techo de gastos” adoptado en Brasil con el respaldo del FMI, está obligando a los gobiernos locales con escasez de fondos a recurrir a recortes discriminatorios de gastos y estrategias de recaudación de ingresos que perjudican gravemente a los pobres. Pero la ola de privatizaciones que recorre el mundo hoy en día es de mayor alcance que la que se vio durante el apogeo de la desregulación bajo Reagan y Thatcher; se extiende más allá de la provisión de infraestructura pública hasta las funciones centrales del Estado, como la educación, y dominios tradicionalmente soberanos, como la justicia penal y la detención. A medida que el mercado se expande, la economía determina cada vez más la capacidad de un individuo para acceder a bienes y servicios, y ejercer libertades, esenciales para los derechos humanos.

Eliminar la desigualdad económica extrema entre los países y dentro de ellos exige creatividad fiscal.

Estas medidas exacerban la desigualdad económica extrema en todo el mundo. La cantidad de multimillonarios se ha duplicado en los diez años transcurridos desde la crisis financiera y, según Oxfam International, 26 personas ahora poseen lo mismo que los 3800 millones de personas que constituyen la mitad más pobre de la humanidad. Un nuevo informe de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD, por sus siglas en inglés) describe cómo ha disminuido la participación del mercado laboral en el PIB desde el año 2000, tanto en los países desarrollados como en los países en desarrollo, lo que indica que el crecimiento económico mundial está beneficiando de manera desproporcionada al capital, y concluye que el 1 % más rico de la población mundial vive con un ingreso promedio de 172 dólares por día, mientras que el 50 % más pobre subsiste con solo 4 dólares por día.

La administración y las leyes fiscales sesgadas ayudan a manipular el sistema a favor de los ricos. En Estados Unidos, donde la desigualdad ha alcanzado niveles que recuerdan a la época dorada, el código tributario y su desigual aplicación se basan en un doble rasero. Una publicación de ProPublica de principios de este año reveló que un contribuyente con un ingreso anual de 20,000 dólares que solicite el “crédito tributario por ingreso del trabajo” —un beneficio fiscal modesto destinado a los trabajadores pobres— tiene muchas más probabilidades de ser auditado por el Servicio de Impuestos Internos (IRS, por sus siglas en inglés) que una persona que gana 20 veces más. ProPublica mostró que los cinco condados estadounidenses más auditados están en el sur del país y tienen una población negra y pobre. Mientras tanto, en 2018, alrededor de 60 empresas en la lista Fortune 500 no pagaron nada de impuestos al gobierno federal por sus casi 80 mil millones de dólares de ingresos corporativos.

Estas desigualdades evidentes en el tratamiento fiscal no son exclusivas de Estados Unidos. Las personas ricas de todo el mundo continúan ocultando sus activos en el extranjero, a tasas mucho más altas que los contribuyentes menos ricos, lo que agrava la desigualdad. Como lo confirmó nuevamente el FMI, la evasión de impuestos empresariales es un problema pernicioso que cobra su mayor número de víctimas en los países en desarrollo. Las dificultades para recaudar impuestos directos alientan una mayor dependencia de los impuestos regresivos al consumo, como el IVA.

Sin embargo, las políticas y prácticas fiscales no son solo parte del problema; los impuestos tienen el potencial para contribuir a solucionar la creciente desigualdad y la pobreza persistente. Los datos recogidos en el Informe sobre la desigualdad global de 2018, que muestran las tendencias divergentes de la desigualdad en Estados Unidos y Europa desde la década de los ochenta, ponen de relieve que los regímenes fiscales progresivos pueden ser eficaces para reducir las disparidades en materia de riqueza e ingresos. El Índice de compromiso con la reducción de la desigualdad de 2018 de Oxfam, que analiza el efecto de las políticas fiscales sobre la brecha económica, destaca los avances recientes en Corea del Sur, donde el gobierno elevó las tasas impositivas para los ricos, el gasto social y el salario mínimo, y en Chile, donde el gobierno aumentó los impuestos empresariales.

Debido a que los impuestos indirectos son regresivos, su efecto final sobre la desigualdad depende de la distribución de ingresos, la coordinación entre países y la interacción con otras políticas fiscales ecológicas.

Por supuesto, los regímenes fiscales no pueden rectificar por sí solos los sesgos estructurales en el statu quo. Veamos el ejemplo de Sudáfrica: según informes, tiene las leyes fiscales más progresivas del mundo, pero también los niveles más altos de desigualdad económica. Este es un legado del apartheid que, en opinión de algunas personas, no se podrá superar sin políticas del mercado laboral más sólidas, subsidios sociales más eficaces y un impuesto sobre el patrimonio, así como esfuerzos constantes para combatir la discriminación racial y de género.

Eliminar la desigualdad económica extrema entre los países y dentro de ellos exige creatividad fiscal. Algunos municipios están extendiendo los límites de lo posible. Por ejemplo, Portland, Oregón, creó un impuesto adicional para las empresas que pagan a su director ejecutivo un salario drásticamente superior al salario promedio de los trabajadores.  Un informe reciente de Americans for Tax Fairness presenta un menú de opciones para generar ingresos aumentando la carga impositiva relativa de los ricos y las empresas o aprovechando fuentes aún no explotadas, como los impuestos sobre el carbono, para obtener dividendos fiscales y ambientales.

Gravar el consumo de combustibles fósiles podría ser una estrategia doblemente beneficiosa para reducir la desigualdad y salvar a la humanidad. Sin embargo, debido a que los impuestos indirectos son regresivos, su efecto final sobre la desigualdad depende de la distribución de ingresos, la coordinación entre países y la interacción con otras políticas fiscales ecológicas; todos ellos temas que el Comité de Expertos sobre Cooperación Internacional en Cuestiones de Tributación de las Naciones Unidas se comprometió a abordar durante la elaboración de las pautas para los impuestos sobre el carbono. Existen teorías contrapuestas sobre cómo mitigar la carga para los contribuyentes de bajos ingresos. Algunos especialistas sostienen que los pagos fijos de dividendos por las emisiones de carbono son más progresivos que la reducción de otros impuestos. En 2018, Canadá adoptó esta clase de estrategia de impuestos y reembolsos por las emisiones de carbono, con lo que se unió a alrededor de 26 otras jurisdicciones que cuentan con alguna clase de impuesto sobre el carbono. Puede que este sea el enfoque más políticamente aceptable, pero no debemos descartar otras posibilidades progresivas, como el financiamiento de la infraestructura y los servicios en las comunidades de bajos ingresos a las que más perjudica el cambio climático.

Para evitar el “apartheid climático”, e implementar a la vez la Agenda 2030, está claro que necesitamos todas las herramientas fiscales en nuestro arsenal.