Para luchar contra el COVID-19, la comunidad de los derechos humanos debe proteger primero a sus propios trabajadores

JuanJo Martín/EFE


Al mismo tiempo que gran parte del mundo está luchando para hacer frente a los efectos sanitarios de la   COVID-19, cada vez se hacen más evidentes las repercusiones económicas de la crisis, incluido el profundo impacto en las tasas de desempleo y los derechos de las personas trabajadoras. Las últimas semanas han sido diferentes a todo lo que hemos conocido o podríamos haber imaginado. En todo el mundo, la pandemia no solo ha cambiado nuestras rutinas diarias, sino que ha alterado sistemas enteros de vida y trabajo que habíamos asumido como indispensables para la sociedad moderna.

De hecho, la amenaza del desempleo está creando el principal punto de tensión e intranquilidad para decenas de millones de personas, incluidas las que trabajan en la comunidad de los derechos humanos. En conversaciones que hemos mantenido desde CIVICUS con nuestros socios, hay más trabajadores de la sociedad civil que se preocupan por la pérdida de sus empleos que por contraer el virus. Estas preocupaciones no son injustificadas: la actividad económica en todo el mundo está cayendo en picado, y el 80% de la fuerza de trabajo mundial ha perdido su puesto de trabajo de manera parcial o permanente. La OIT (Organización Internacional del Trabajo) prevé que hasta 1.600 millones de trabajadores de la economía informal perderán sus medios de subsistencia. Y en los Estados Unidos, las protestas en contra del confinamiento motivadas por razones políticas han cooptado el lenguaje de los derechos humanos, defendiendo el "derecho a volver al trabajo" a pesar de los llamamientos internacionales a favor del distanciamiento físico y las súplicas de las comunidades médicas locales desbordadas para que se queden en casa.

A pesar de que las organizaciones de los derechos humanos luchan contra estas desigualdades a nivel mundial, sus trabajadores no han sido inmunes a esos efectos.

Estas preocupaciones no deberían ser una sorpresa. La COVID-19 ha profundizado numerosas desigualdades de clase, raza, género y geográficas que ya eran muy marcadas, siendo los trabajadores informales, autónomos y no asalariados los más afectados económicamente. Mientras que muchos trabajadores asalariados han podido acumular alimentos y trabajar desde casa con conexiones rápidas a Internet, otras familias podrían tener sólo el dinero suficiente para un día o dos de suministros esenciales. En Venezuela, por ejemplo, los jornaleros han admitido que no pueden quedarse en casa como se les ordena, porque si no salen a trabajar todos los días, sus familias no comerán. En la India, trabajadores igualmente empobrecidos han sido golpeados por la policía por violar las órdenes de permanecer en casa. Otros trabajadores, especialmente los contratistas y los de la economía gig, han visto cómo sus ingresos desaparecían literalmente de la noche a la mañana.

A pesar de que las organizaciones de los derechos humanos luchan contra estas desigualdades a nivel mundial, sus trabajadores no han sido inmunes a esos efectos. De hecho, debido a la naturaleza inestable de las solicitudes de financiación y las subvenciones basadas en proyectos en el mundo de las ONG, los trabajadores de la sociedad civil se encuentran frecuentemente con contratos temporales y poca seguridad laboral. También hay implicaciones de género en este caso: El 70% de las personas trabajadoras de la sociedad civil son mujeres y, cuando se producen recortes, los primeros miembros del personal en irse suelen ser mujeres de minorías raciales, pertenecientes a los estratos inferiores en la jerarquía de las organizaciones.

Prácticamente de la noche a la mañana, nosotros, como comunidad de derechos humanos, nos hemos encontrado en una situación en la que no estamos preparados para proteger a nuestros trabajadores. Los contratos corren el riesgo de ser rescindidos, los trabajadores despedidos y, en algunos casos, la financiación se ha interrumpido repentinamente, sin previo aviso, lo que obliga a las organizaciones a considerar despidos o a retirarse por completo. La comunidad de derechos humanos es muy buena buscando responsables, pero no lo es tanto responsabilizándose de sus actos, especialmente cuando se trata de los derechos de sus trabajadores.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Uno de los principales problemas es la inflexibilidad de la financiación, una cuestión que no es nada nueva en este sector. La financiación basada en proyectos no permite una reasignación flexible de los recursos para ampliar los contratos o seguir pagando a los trabajadores que no pueden estar presentes, como ha sucedido en esta crisis. Otro problema es la dependencia con respecto a los consultores en lugar de los empleados a tiempo completo que tienen derecho a prestaciones, como la baja por enfermedad. La sociedad civil también depende en gran medida de la mano de obra femenina, y las mujeres se han visto especialmente afectadas por la pandemia debido a las normas de género en materia de responsabilidades de cuidado, aunque muchas de ellas no tienen acceso a protecciones sociales asociadas a estas causas.

En respuesta a esta crisis sin precedentes, CIVICUS lanzó un protocolo de seguridad social para la sociedad civil. Este protocolo de seis puntos, basado en el marco de políticas de la OIT para luchar contra la COVID-19, proporciona un modelo compartido para que los grupos de la sociedad civil puedan deliberar sobre medidas específicas para cada contexto y adoptar medidas viables de manera transparente y con plazos determinados.

Las medidas propuestas incluyen:

  1. Sistemas para asegurar el distanciamiento físico y otras precauciones;
  2. Apoyo a las pruebas de COVID-19 y al tratamiento relacionado;
  3. Protección de empleos y salarios durante el período de confinamiento y escalada del COVID-19;
  4. Flexibilidad y apoyo para las responsabilidades relacionadas con el hogar y el cuidado;
  5. Extendiendo nuestra comunidad de cuidado a nuestros colaboradores y miembros;
  6. Actuar de forma solidaria con los trabajadores y otras comunidades vulnerables.

Cuando lanzamos este protocolo, se hizo evidente de inmediato la rapidez con que las organizaciones locales de base del Sur global apoyaron estas medidas e inmediatamente se comprometieron a apoyar a su personal acordando la adopción de medidas de protección social específicas para cada contexto. Tal vez lo más sorprendente de la lista de organizaciones que firmaron este protocolo es la flagrante ausencia de instituciones más grandes basadas en el Norte global.

Pero hay una razón por la que las organizaciones locales más pequeñas han podido evolucionar rápidamente en esta crisis: existe menos formalidades, menos exigencias burocráticas y no se han visto paralizadas por una fuerza de trabajo que ya no puede viajar internacionalmente. Tal vez esta crisis nos muestre que no siempre necesitamos organizaciones masivas con sus presupuestos igualmente grandes para obtener resultados reales. Tal vez la sociedad civil aprenda finalmente que la salud de nuestros trabajadores -incluida su salud mental- es fundamental para nuestra propia supervivencia como sector.

Esta crisis debería ser una señal de alerta dirigida a todos los miembros de la sociedad civil para que reforcemos las medidas de protección social en nuestro propio sector. Ha llegado el momento de cambiar nuestra forma de trabajar y de proteger a los nuestros, para que puedan salir a proteger a los demás.