Universales particulares: Los derechos humanos dependen de las políticas de identidad

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*Nota: Esta es una respuesta a un artículo reciente de Nicolas Agostini en OGR.    

 

“Estamos de acuerdo sobre los derechos, pero a condición de que nadie nos pregunte por qué”.  Jacques Maritain, sobre la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948)

 

La “cultura de la cancelación” y lo “progre” (“woke”, en inglés) son las mascarillas de arcilla de moda en el combate semántico y político actual sobre el estado global de los derechos humanos. A medida que la sociedad civil va acogiendo a actores hasta ahora marginados, desde Black Lives Matter hasta los pueblos indígenas y los grupos de minorías sexuales, la vieja guardia derrama lágrimas por la “pérdida de lo universal”.  Esto no sería extraño si la vieja guardia estuviera compuesta simplemente por resentidos de extrema derecha que ven como problemáticas todas las reivindicaciones de igualdad.

¿Pero qué pasa con la gente de la izquierda tradicional que lamenta la “excesiva política de la identidad”? Nicolas Agostini, por ejemplo, denuncia la obsesión por “la identidad, la subjetividad y la experiencia vivida” en detrimento de “la objetividad y el empirismo” que sustentan los derechos humanos universales.

En el relato tradicional, un conjunto primordial de principios morales sitúa los derechos humanos por encima de las particularidades de nuestras variadas experiencias. Independientemente de las realidades económicas, sociales y políticas, un conjunto global de normas consagradas en la ley es trascendente. Las minorías que afirman sus identidades étnicas, de género, culturales, religiosas, sexuales o de clase se interponen en ese universalismo. Están “atrapadas en su propia subjetividad”, dice Agostini, y llevan al movimiento de derechos humanos por el camino de la “atomización social”. El “daño” que es central en como se desarrollan la ley y la ética se ha vuelto demasiado personal “como prueba válida para las restricciones de los derechos”. 

Romantizar lo universal a expensas de las verdades locales y subjetivas no explica cómo llegamos a los derechos globales en primer lugar. Hay una realidad rica en contextos, pasados y presentes, sobre por qué buscamos tomar los derechos en serio.

¿Qué tiene de malo la historia oficial?

Desde la Carta Magna hasta las declaraciones francesa, estadounidense y universal, han sido grupos de identidad específicos con sus obsesiones económicas, sociales y políticas quienes han impulsado las reivindicaciones de “universalidad”. Los barones que pusieron en cintura al rey Juan en Runnymede se preocuparon tanto por el resto de la Inglaterra feudal como los parisinos que afirmaron los “derechos del hombre” se preocuparon por los haitianos y el resto de sus colonias. ¿En nombre de quién proclamaban las élites esclavistas estadounidenses la igualdad de los ciudadanos? Jacques Maritain, el intelectual franco-católico que influyó profundamente en lo “universal” de la Declaración de 1948, comprendió bien sus limitaciones. De ahí la necesidad de lo que John Rawls llamó un “consenso superpuesto” que se sitúa en el centro de la búsqueda de la justicia.

La idea de que existe una norma “objetiva” o “empírica” que sea la medida de los derechos humanos o de la justicia para todos los tiempos y lugares es antipluralista. Las experiencias occidentales parroquiales reivindicaron esas cualidades en la época colonial y todavía lo hacen hoy. De manera típica, por ejemplo, el eslogan de la covid-19 dice: “esto nos toca a todos”. Díganselo a las tres cuartas partes de la población mundial que aún no ha recibido una sola dosis de ninguna vacuna. ¿Pero no tenemos un punto de referencia universal con el que medir la desigual distribución de la vacuna? Los “grupos de identidad” nos recuerdan cuál es el punto de referencia frente al nacionalismo de vacunas de los ricos (y de los nacionalistas en lugares como Israel-Palestina). Los principios universales dependen de las particularidades de la experiencia humana.

¿Libertad de expresión?

Cuando pregunto a mis alumnos de pregrado acerca del valor de la libertad de expresión al comienzo de mi curso de Derechos Humanos Internacionales, la mayoría opta por el extremo “absoluto” del espectro. Últimamente, con la pandemia de desinformación de la covid-19 en las redes sociales, junto con el nivel de mensajes de odio sobre la raza en torno a la derrota electoral de Donald Trump, hay algunas dudas entre mis estudiantes sobre ser absolutistas.

Hablamos de la minoría rohingya de Myanmar, atacada por fanáticos mayoritarios en Facebook, y de las consecuencias genocidas; y de los tutsis de Ruanda, atacados de forma similar en la radio; y de las caricaturas nazis sobre los judíos. Vemos Reconstruction, de Henry Louis Gates, sobre la larga historia de caricaturas blancas sobre los afroestadounidenses que acompañaron a Jim Crow.

Es entonces cuando mis alumnos entienden por qué el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, derivado de la Declaración de 1948, está plagado de excepciones al absolutismo.

“Toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la ley”, dice el artículo 20. La narrativa tradicional hace hincapié en la “incitación” y la vincula a la violencia, como si esta no tuviera nada que ver con la oscura historia de hostilidad y discriminación.

A medida que la sociedad civil va acogiendo a actores hasta ahora marginados, desde Black Lives Matter hasta los pueblos indígenas y los grupos de minorías sexuales, la vieja guardia derrama lágrimas por la “pérdida de lo universal”.

Es cierto que el artículo 19 dice que las restricciones a la libertad de expresión “sólo serán las que establezca la ley y sean necesarias”. ¿De qué estándar “objetivo” o “empírico” se trata esto?  El razonamiento jurídico suele estar incrustado en las culturas y realidades políticas locales, incluso en una cuestión tan básica como la igualdad. Durante casi un siglo, los tribunales estadounidenses consideraron que el “separados pero iguales” era coherente con el principio de igualdad de la Constitución. En la actualidad, ese legado se aplica al derecho al voto en una docena de estados de EE. UU., con la complicidad de las cortes. Son los grupos de identidad los que cambian la narrativa identitaria anterior (de los privilegiados que se hacen pasar por “todos”).

Los absolutistas de la libertad de expresión invocan habitualmente a Charlie Hebdo como prueba de una política de identidad desbocada, como si no hubiera diferencia entre atacar a una minoría (los musulmanes franceses, el Islam en Europa) y a una mayoría. Hacer creer que se trata de laicismo y de una crítica a la religión es como afirmar que las caricaturas antisemitas cerca de la Kristallnacht tenían que ver con la justicia social. La experiencia subjetiva no es un complemento de la universalidad, que sólo tiene valor cuando amplía el alcance de las normas generales. Es lo subjetivo lo que les da un nuevo propósito a las normas anteriores, para legitimar una aspiración a la universalidad.

En la última novela del premio Nobel Kazuo Ishiguro, Klara y el sol, nos adentramos en el mundo visto por un robot inteligente, a menudo más sensible que los humanos a los que sirve como “amigo artificial”. Desde su exposición para la venta en una tienda, hasta su despido casual por parte de los propietarios de los distintos espacios que habita, uno no puede evitar recordar la historia de la esclavitud. ¿Acaso esto nos remite a un futuro en el que las máquinas de IA tienen derecho a nuestra humanidad, incluso a nuestros derechos? ¿Qué nos hace diferentes?

La Declaración Universal y los Pactos que se derivan de ella no ofrecen ninguna sabiduría al respecto. Esos documentos emblemáticos tampoco tienen nada sustancial que decir sobre las generaciones futuras, como observa el filósofo público Roman Krznaric en The Good Ancestor (2020). Desde la privacidad y la vigilancia digitales, pasando por los derechos de los pueblos indígenas y de las minorías, hasta la justicia y la equidad medioambientales, son las exigencias de los movimientos de identidad las que redefinen la ética del ser humano. Y como digno de una práctica universal.