Detener el abuso en tu canasta de mercado

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Una trabajadora de origen marroquí recogiendo fresas el 4 de abril 2020 en una finca ubicada en Cartaya (Huelva), tras el decreto aprobado por el gobierno español que permitirá que los parados, con alguna excepción, puedan simultanear el cobro de los susbsidios con un trabajo temporal en el campo para cubrir la falta de mano de obra en las próximas campañas por el cierre de las fronteras a consecuencia de la COVID-19. EFE/ Julián Pérez


Como consumidores, raras veces hacemos una pausa para pensar acerca de dónde vienen nuestros alimentos. Nuestro mejor indicio proviene de una calcomanía modesta que despegamos sin pensarlo dos veces. Pero deberíamos ser más concientes de nuestro consumo. Karl Marx se preguntaba cómo era que los trabajadores se sentían ajenos a los productos de su propio trabajo. De forma similar, como consumidores estamos alejados de los productos que consumimos. En la mayoría de los casos, los orígenes de los alimentos que compramos en las tiendas están repletos de verdades incómodas acerca del precio humano que se paga por nuestra comida. Durante la pandemia de la covid-19, los gobiernos tienen la oportunidad de regular el trabajo que sostiene nuestras compras alimenticias, en especial porque nuestros estantes están cada vez más vacíos y buscamos alternativas.

Aunque la pandemia nos ha enseñado a dar gracias a los trabajadores esenciales, no todo el trabajo de estos trabajadores es visible. Nuestra oferta de alimentos es esencial y por tanto quienes nos los surten, que en su gran mayoría son inmigrantes, son trabajadores esenciales. Sin embargo, en España sólo son esenciales en su nombre y no en su trato. Según la ley española, los trabajadores esenciales tienen derecho a tener equipos de protección personal (EPI), pero los campesinos inmigrantes han permanecido en las granjas sin un EPI adecuado. 

Pero estos trabajadores ya vivían en unas condiciones indignantes desde antes. El agua se guarda en contenedores de pesticidas. Las chozas, hechas de cajas de vegetales, no tienen electricidad o saneamiento. Y los salarios son la mitad del mínimo legal. Los inmigrantes están confinados en tugurios con alta densidad poblacional que albergan entre 7000 y 10000 personas que duermen en carpas plásticas que liberan humos cancerígenos en temperaturas por debajo de los 50 grados centígrados. Gracias al virus, quienes no pueden ir a los campos se quedaron atrapados en sus chozas sin acceso a agua potable. Las mujeres marroquíes, muchas de las cuales han sido traficadas, reportan un amplio abuso sexual en las granjas de bayas que ha ignorado tanto el gobierno español como el marroquí. Algunos inmigrantes reportan haber trabajado turnos de doce horas con descansos de sólo 30 minutos. A lo largo de Almería y Cataluña, las granjas de trabajadores-inmigrantes han experimentado brotes de covid-19. Y dado que España es el principal productor de alimentos de la Unión Europea, los inmigrantes cargan con los costos de la comida que termina en supermercados a lo largo del continente. Esta es la realidad de lo que está detrás de los alimentos de nuestros platos.

Nuestra oferta de alimentos es esencial y por tanto quienes nos los surten, que en su gran mayoría son inmigrantes, son trabajadores esenciales.

España estuvo visiblemente azotada por la pandemia debido a su alta tasa de mortalidad y las estrictas órdenes de confinamiento, pero durante ese tiempo, los trabajadores inmigrantes trabajaron duro en condiciones terribles para asegurar que Europa siguiera alimentada a pesar de ello. Cuando los consumidores comenzamos a ver los estantes vacíos, no podíamos ver esta tragedia y la explotación humana detrás. Aunque la pandemia generó choques sin precedentes en las cadenas de abasto de alimentos en distintos niveles, incluida la producción agrícola, el procesamiento de alimentos y el transporte, los cuellos de botella han cedido en su mayoría, lo cual indica una resiliencia de la cadena de producción que se presta para aumentar la regulación en aras de mitigar los abusos que los inmigrantes deben soportar. Los miedos a una mayor regulación como disruptores o generadores de cuellos de botella ya no se sostienen en el contexto de esa resiliencia, pues a pesar de los períodos temporales en los que estaban vacíos los estantes debido a la escasez de trabajo en el procesamiento y transporte, las cadenas de producción alimentaria han retornado a satisfacer la demanda de los consumidores. Después de todo, esos choques pudieron haber sido menores si los inmigrantes hubieran podido trabajar con el EPI adecuado y las condiciones apropiadas donde se mantuviera la distancia social y el acceso a la higiene. Los golpes de la covid a la fuerza de trabajo agrícola típica de España puede servir como un cambio de paradigma para esta industria desoladora.

En lugar de ser caracterizados por los abusos a los derechos humanos y la indiferencia del gobierno, la industria agrícola de España tiene la oportunidad de reestructurarse para que pueda alimentar a Europa y respetar al tiempo la dignidad, la seguridad, la salud y el sustento de los inmigrantes. Con una tasa de desempleo actual de cerca del 15,3%, hay una oportunidad para que los españoles llenen este vacío de trabajo por temporadas. Pero, debido a que muchos inmigrantes no tienen la documentación legal para trabajar en el país, son mucho más explotables y no pueden quejarse acerca de sus condiciones o exigir compensación por su trabajo.

Más aún, la pandemia ha forzado a la industria agrícola española a reconocer la realidad de que explotar a los inmigrantes no es una fuente sostenible de trabajo. Sin la garantía de una migración por temporada interna, el gobierno ha intentado crear cambios legales para garantizarles beneficios estatales a los españoles desempleados que trabajen en las granjas así como visas temporales para inmigrantes entre 18 a 21 años. Si no se hacen estos cambios en las visas, podría haber una escasez de alimentos, lo cual puede desencadenar una migración fuera de las áreas con fuertes impactos por la covid.

Cuando los consumidores comenzamos a ver los estantes vacíos, no podíamos ver esta tragedia y la explotación humana detrás.

Los consumidores también pueden desempeñar un papel en este cambio de paradigma. Debemos abandonar nuestra actitud desentendida acerca de los orígenes de nuestra comida. El costo humano es muy alto para ello. En su lugar, los consumidores debemos conocer más acerca de la persona al otro extremo del producto. El giro hacia la agricultura de base comunitaria o los mercados campesinos han logrado esto. Pero, de forma evidente, estas opciones son más caras y las tiendas siguen siendo una opción por defecto para los consumidores.

Debido a ello, las tiendas de alimentos y las empresas multinacionales deben formar alianzas de políticas públicas con los gobiernos para ayudar a la regulación laboral y quitarle el sufrimiento humano a las cadenas de producción. Como lo evidenciaron las acciones de España para abordar el vacío laboral, la covid ya está haciendo que esta innovación en la política y reestructuración se implementen en el corto plazo. Pero en la pospandemia, los gobiernos y las empresas multinacionales no pueden retornar a lo de antes. Si los gobiernos pueden brindar mejores condiciones laborales a sus ciudadanos y caminos al estatus legal para los trabajadores inmigrantes durante una crisis, también pueden hacerlo cuando salgamos de la pandemia. La próxima vez que vayamos a la tienda debemos entender que los alimentos que tenemos en nuestras manos crecieron a través de una cadena de explotación brutal que nos separa de su creador. Sólo así podemos rehusarnos a participar en una cadena de opresión que la pandemia volvió anticuada e insostenible.