La ley se crea a imagen y semejanza del ser humano, y ha estructurado cuya subjetividad importa.
Aunque los sistemas jurídicos suelen partir de la base de que solo los seres humanos pueden sufrir daños o buscar justicia, esta conceptualización se está resquebrajando. Sin descartar por completo el potencial emancipador de la ley, para abordar las crisis ecológicas —la policrisis de nuestro tiempo— es necesario preguntarse cómo podría ser un sistema de resolución de conflictos que no se limite al ser humano. ¿Qué significaría que el derecho trascendiera el Antropoceno y se arraigara en los bosques, las abejas, las montañas y la tierra, no como objetos pasivos, sino como parientes entrelazados que sustentan la vida? Si el derecho ha sido cómplice de la entropía invasora, ¿podría ahora convertirse en aliado para su desmantelamiento?
La crisis actual de la subjetividad jurídica no se limita a dotar de personalidad a los ríos y los bosques, sino que supone reconocer el fracaso fundamental del derecho para comprender la interdependencia y la relacionalidad. Consagrado en siglos de jurisprudencia, el sujeto jurídico es una construcción diseñada para mantener la exclusión: entre lo humano y lo no humano, el sujeto y el objeto, la vida y los recursos. Se trata de un marco que nunca tuvo la intención de dar cabida a los bosques, los ríos o las costas en desaparición como agentes.
El movimiento por los derechos de la naturaleza ha ofrecido visiones fugaces de lo que podría ser el derecho. En 2017, la Corte Constitucional de Colombia reconoció al río Atrato como entidad con derechos, citando su papel ecológico fundamental y su valor sagrado para las comunidades indígenas. El tribunal nombró un panel para representar los intereses del río, creando un precedente para la gobernanza ecológica compartida. En 2017, Nueva Zelanda reconoció el río Whanganui como persona jurídica con derechos y nombró dos guardianes, uno del iwi maorí y otro del Gobierno neozelandés. El acuerdo consagró la representación legal y una ética de la gestión relacional arraigada en la cosmología maorí y el principio de whakapapa (conexión genealógica). En enero de 2025, Nueva Zelanda concedió personalidad jurídica al monte Taranaki (Taranaki Maunga), reconociendo su condición de antepasado dentro de la cosmovisión maorí. La estructura de gobernanza, compuesta por representantes maoríes y estatales, se enmarcó explícitamente como de corresponsabilidad, rechazando la propiedad y reforzando la idea de que la montaña tiene su propio bienestar que la ley debe salvaguardar.
Junto a estos cambios reconocidos por el Estado, ha surgido una segunda ola de iniciativas. Esta ola no está impulsada únicamente por los tribunales o los Estados, sino por coaliciones de artistas, científicos, abogados y comunidades locales. Por ejemplo, la petición del colectivo MOTH a la oficina de derechos de autor de Ecuador para que se reconozca la co-creación de una canción por parte del bosque de Los Cedros refuerza la personalidad jurídica establecida para el bosque. De manera similar, el Proyecto de Derechos No Humanos ha presentado casos en nombre de los animales para que se les reconozca como personas ante la ley.
Estas iniciativas se llevan a cabo de manera ad hoc y no representan una solución integral. ¿Qué sucede cuando la propia ley, al descuidar los sistemas vivos que la sustentan, se vuelve irrelevante en el mundo que pretende ordenar?
¿Qué haría un tribunal más que humano (MOTH)?
Una sala de tribunal no es una Arcadia física autónoma, aislada del mundo que acaba gobernando. Es un terreno maleable de procesos judiciales que culmina en un espacio físico. Si los tribunales existen para servir a la justicia, su jurisdicción no puede limitarse a los litigantes humanos.
Aunque nuestros parientes más que humanos ya han entrado en las salas de los tribunales de diferentes maneras, un tribunal MOTH no se trata de cambiar una ley o introducir algunas enmiendas utilizando un enfoque de «añadir más que humanos y agitar». Más bien, su objetivo es revisar las limitaciones actuales de la ley. Por ejemplo, cuando una costa pierde masa terrestre cada año, las pruebas presentadas en un tribunal MOTH podrían no proceder únicamente de los residentes humanos afectados, sino de la propia costa: patrones de erosión, niveles de salinidad alterados, raíces de manglares desplazadas y datos satelitales que rastrean el retroceso de la tierra, como ha sido el caso del río Machángara en Quito. Entre los intérpretes de un tribunal de este tipo se encuentran ecólogos marinos, biólogos del suelo e incluso comunidades pesqueras locales que conocen íntimamente el estado de la costa. Los testimonios no serían metafóricos, sino materiales, complejos y multisensoriales, exigiendo que la ley atienda a la pérdida no solo como tierra, sino como forma de vida. Este reconocimiento de las entidades naturales como seres vivos ha comenzado, por ejemplo, en el caso del río Whanganui en Nueva Zelanda y el río Atrato (mencionado anteriormente). De manera similar, la ley española de 2022 otorgó derechos legales a la laguna del Mar Menor, y los ecosistemas costeros y marinos de Ecuador recibieron respaldo constitucional a finales de 2024.
En los últimos años, investigadores de cetáceos y artistas sonoros han comenzado a grabar las angustiosas respuestas auditivas de las ballenas a la contaminación acústica submarina mediante tecnologías de comunicación animal no humana (NACT). Las ballenas jorobadas cantan canciones intrincadas y evolutivas, que son líneas de vida sónicas utilizadas para la navegación, la comunicación e incluso la expresión del dolor. La incursión de los buques de carga y los sonares perturba estos paisajes sonoros, desorientando y dañando la vida marina. En un tribunal MOTH, las pruebas podrían proceder no solo de oceanógrafos o bioacústicos, sino de las propias ballenas: de la alteración de las rutas migratorias, la fragmentación de los cantos y el aumento de los casos de varamientos. El tribunal podría escuchar los tonos lúgubres de las ballenas jorobadas o las frecuencias disonantes registradas en aguas perturbadas. Este testimonio debe obligar no solo a reconocer el daño, sino también a dar una respuesta ética: ¿deberían cambiarse las rutas marítimas cuando se registra el sufrimiento de seres no humanos? ¿Podría recaer sobre nosotros la carga del ajuste, en lugar de sobre aquellos a quienes violamos sus hogares? No se trata de una mera reclamación por daños, sino de una reivindicación de una ética diferente que trascienda el tratamiento del sufrimiento no humano como daño colateral del desarrollo y lo convierta en motivo de reparación legal y moral. En el caso de los cetáceos, esto significaría hacer un balance de los rastros sonoros, los cambios migratorios y el sufrimiento acústico, y ampliar los contornos epistémicos de las pruebas admisibles para incluir nuevas reclamaciones admisibles.
El ser humano integrado en la ecología
Estamos entrelazados con la resplandeciente rareza de nuestros parientes más allá de lo humano. Cuando desaparecen los murciélagos, aumentan las enfermedades transmitidas por mosquitos, lo que incrementa la mortalidad infantil. Cuando se talan los bosques, se multiplican los contagios zoonóticos, dando lugar a pandemias como la COVID-19. El daño infligido a una especie repercute en todos los ecosistemas, derrumbando la ficción de que el daño se detiene en las fronteras humanas.
Sin embargo, nuestros sistemas jurídicos siguen siendo rígidamente antropocéntricos y tratan la justicia como una cuestión individual, incluso cuando la supervivencia es relacional. Miden el daño ecológico a través del estrecho prisma del daño humano, dejando fuera del alcance de la reparación jurídica paisajes, especies y ecosistemas enteros. Podría ser que sugerir que la justicia debe extenderse a la vida más allá de lo humano en abstracto suponga el riesgo de hablar con tal generalidad que se pierdan todas las oportunidades de matiz, profundidad y singularidad. Pero en lugar de quedarnos inmovilizados por estas complejidades, podemos empezar por recentrar al litigante humano, teniendo muy presente que se trataría de un humano integrado en la ecología.
Para imaginar un tribunal MOTH, primero debemos descartar la ficción del sujeto jurídico autónomo.
El tribunal MOTH no se trata de extender los derechos a la naturaleza en el vacío, ni es un acto de generosidad humana. Se trata de un reconocimiento fundamental de la realidad de que la vida humana y la vida más allá de lo humano se constituyen mutuamente. No concede la personalidad jurídica como un gesto simbólico, sino que obliga al derecho a reconocer los entrelazamientos que sustentan la vida. En última instancia, la cuestión no es si es posible crear un tribunal MOTH, sino si podemos permitirnos dar un paso atrás en la construcción de la voluntad política necesaria para hacerlo realidad.