Más allá de la crítica del antropocentrismo: repensar los derechos de la naturaleza

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Los derechos de la naturaleza están ganando impulso a nivel mundial y se están promulgando cada vez más a través de reformas constitucionales, medidas legislativas y decisiones judiciales innovadoras. Ecuador fue pionero en 2008 al convertirse en el primer país en reconocer los derechos legales de los ecosistemas en su constitución. Desde entonces, el movimiento se ha extendido por todos los continentes, desde el río Whanganui en Nueva Zelanda hasta el río Atrato en Colombia; ahora, con el caso histórico de la laguna Mar Menor en España, ha llegado a Europa. Más allá de su impacto legal, el discurso sobre los derechos de la naturaleza se ha convertido en un punto de encuentro para redes de activistas y partidos políticos verdes de todo el mundo. Sin embargo, a medida que se expande este marco legal y filosófico, se hace cada vez más importante cuestionar los supuestos que lo sustentan.

Romper con la dicotomía antropocéntrica-ecocéntrica

A menudo me encuentro con un argumento esgrimido por los defensores de los derechos de la naturaleza que, en mi opinión, debería examinarse de forma más crítica. El razonamiento sigue tres pasos. En primer lugar, algunos defensores identifican el antropocentrismo como la causa de la crisis ecológica y suelen utilizar términos como «chovinismo humano», «excepcionalismo humano» o «supremacismo humano». Todos ellos apuntan a una actitud moral errónea que no reconoce ningún valor intrínseco en la naturaleza. El segundo paso propone una solución: la humanidad debe llevar a cabo una profunda reconfiguración de su relación con la naturaleza y abrazar el ecocentrismo, reconociendo el valor intrínseco de todos los organismos vivos y los ecosistemas en los que existen. Como afirma la Alianza Global por los Derechos de la Naturaleza, una de las redes más influyentes del movimiento, «los seres humanos deben reorientarse y pasar de una relación explotadora y, en última instancia, autodestructiva con la naturaleza, a otra que respete la profunda interrelación de toda la vida y contribuya a la salud y la integridad del medio ambiente natural».

La última pieza del rompecabezas es jurídica: la narrativa convencional de los derechos de la naturaleza exige una «ley ecocéntrica», en la que la naturaleza es una persona jurídica con su propio conjunto de derechos. El derecho ambiental convencional está profundamente arraigado en la cosmovisión antropocéntrica y, como tal, no puede ofrecer soluciones. Solo la «revolución» representada por los derechos de la naturaleza puede contrarrestar eficazmente los patrones destructivos de las sociedades humanas. Se espera que esto ayude a redefinir las relaciones «entre el ser humano y la naturaleza».

Mi principal preocupación con respecto a esta narrativa es su tendencia a enmarcar la destrucción ecológica como el resultado de un marco ético que privilegia los «intereses humanos» por encima de la naturaleza, cuando en realidad el daño ecológico tiene sus raíces en estructuras políticas y económicas desiguales que permiten que algunos seres humanos dominen, mientras que otros —y sus entornos— quedan vulnerables. Como han argumentado durante mucho tiempo Murray Bookchin y Ramachandra Guha, la dicotomía entre antropocentrismo y ecocentrismo no tiene en cuenta las desigualdades sociales, políticas y económicas dentro de las sociedades humanas que están en el origen de la crisis ecológica. Detrás de cada caso de devastación medioambiental se esconde un patrón familiar: algunos actores consolidan el poder, se apropian de los beneficios económicos y descargan los costes sociales y ecológicos en las comunidades marginadas. Desde este punto de vista, el extractivismo no es tanto un reflejo del antropocentrismo como una manifestación de las dinámicas de poder desiguales.

La crítica del antropocentrismo se basa a menudo en la noción artificial de una humanidad monolítica e indiferenciada, cuya primacía se culpa de llevar al planeta al borde del colapso ecológico. Esta perspectiva tiende a despolitizar la crisis ecológica, pasando por alto las profundas fracturas entre clases, razas y geografías que dan forma tanto al daño medioambiental como a la vulnerabilidad. La humanidad no es un agente político unificado al que se pueda responsabilizar de las perturbaciones actuales. En un mundo de marcadas desigualdades económicas y políticas, surge una pregunta fundamental: ¿quién es el «anthropos» condenado por las críticas al antropocentrismo? Si los defensores de los derechos de la naturaleza quieren abordar de manera significativa el colapso ecológico, deben identificar los grupos sociales cuyos intereses configuran la dinámica económica del «capitalismo fósil»: aquellos que ejercen el poder para impulsar o frenar la transición ecológica, y las instituciones y marcos legales a través de los cuales operan.

Redistribuir el poder en espacios disputados

Este cambio de perspectiva alteraría fundamentalmente la forma en que los activistas medioambientales abordan y conceptualizan los derechos de la naturaleza. Ya no se trata simplemente de proteger la naturaleza de los apetitos humanos, sino de intervenir en las relaciones de poder desiguales que determinan quién define lo que se considera «naturaleza», cómo se puede utilizar, quién tiene la autoridad para decidir qué ocurre con un territorio determinado y sus recursos, y qué voces se escuchan o se silencian en ese proceso. Como sostiene Mihnea Tănăsescu, los derechos de la naturaleza no solo redefinen la relación de la humanidad con el mundo natural, sino que remodelan fundamentalmente las dinámicas de poder dentro de las comunidades humanas.

En Nueva Zelanda, el reconocimiento de los derechos de la naturaleza no tiene tanto que ver con proteger la «naturaleza» en abstracto como con renegociar la autoridad última sobre territorios específicos entre el Gobierno y las tribus maoríes. De manera similar, las decisiones judiciales en Colombia que otorgan derechos a determinados ecosistemas responden principalmente a la grave degradación ambiental causada por modelos de desarrollo extractivistas que a menudo están entrelazados con conflictos armados, lo que afecta a las comunidades locales. Sin embargo, en otros contextos, los derechos de la naturaleza pueden movilizarse para reforzar el poder de los grupos dominantes, por ejemplo, permitiendo a la mayoría hindú de la India afirmar su control sobre territorios en disputa invocando vínculos sagrados con la tierra, a menudo a expensas de las comunidades minoritarias.

Las iniciativas sobre los derechos de la naturaleza deben explicitar el diseño institucional a través del cual la naturaleza va a «hablar» en la toma de decisiones judiciales y políticas. Lejos de ser un marco universal «único para todos», los derechos de la naturaleza ofrecen un mosaico de interpretaciones y aplicaciones, cada una de las cuales da lugar a resultados distintos. Los debates abstractos sobre las ventajas o limitaciones de los derechos de la naturaleza son, en última instancia, inútiles, ya que su impacto en el mundo real depende de las decisiones institucionales que configuran su aplicación. En algunos casos, la concesión de derechos a la naturaleza puede empoderar a una comunidad indígena para resistir proyectos desarrollistas privados o estatales; en otros, puede reforzar el poder del Estado sobre las tierras indígenas, convirtiendo al Estado en la autoridad máxima para hacer cumplir los derechos de la naturaleza, incluso a expensas de la autodeterminación indígena.

Un enfoque político de los derechos de la naturaleza

Determinar qué grupos sociales tienen legítimamente derecho a actuar en nombre de la naturaleza o a defender sus derechos tiene profundas implicaciones políticas y distributivas para quienes tienen reclamaciones conflictivas sobre un territorio determinado y sus recursos naturales. Por lo tanto, la redistribución del poder sobre los territorios en disputa provocará inevitablemente tensiones, ya que desafía jerarquías arraigadas y ejerce presión sobre intereses contrapuestos.

La naturaleza es un «campo de batalla político», un espacio disputado donde chocan cosmovisiones divergentes e intereses conflictivos. Otorgar derechos a la naturaleza no servirá como una varita mágica capaz de restaurar instantáneamente las relaciones simbióticas entre las sociedades humanas y el mundo natural, o entre los propios seres humanos. Más bien, el verdadero poder de los derechos de la naturaleza reside en su capacidad para poner de manifiesto los intereses en conflicto y agudizar las cuestiones políticas: ¿Quién debe tener voz en el gobierno de los territorios y sus recursos? ¿Cómo deben abordarse las asimetrías de poder existentes? Al revelar estas tensiones, las iniciativas en favor de los derechos de la naturaleza pueden abrir un espacio para debates urgentes sobre la justicia, la representación y la autoridad en la gobernanza medioambiental.

Condenar el antropocentrismo no ofrece una brújula política clara para un movimiento ecológico. Lo que se necesita, en cambio, es un enfoque crítico sobre las relaciones de poder desiguales dentro de las sociedades humanas que dan forma a los resultados medioambientales. Para los defensores de los derechos de la naturaleza, esto significa ir más allá de los compromisos éticos abstractos y avanzar hacia un enfoque político, que se centre en cuestiones de diseño institucional, representación y autoridad en territorios en disputa.