Luchar por los derechos indígenas en la era de Trump

Todos los derechos reservados - EFE/Jim Lo Scalzo

Líderes del grupo "Alianza Vaquera India" durante una manifestación que hicieron a caballo en contra de la extensión del oleoducto Keystone XL en abril del 2014. 


En el clima político actual, hay más peligro que nunca de que la prensa dominante ignore las experiencias y los derechos de los pueblos indígenas. Desde hace mucho tiempo, la percepción común en los EE. UU. ha sido que los indígenas americanos se extinguieron en el siglo diecinueve o solo persisten en la trágica figura del indígena borracho, el estereotipo del noble salvaje o la exagerada distorsión del indígena de casino acaudalado. Los medios de comunicación populares rara vez representan las experiencias de vida de los aproximadamente cinco y medio millones de indígenas americanos y nativos de Alaska (según el conteo del Encuesta sobre la Comunidad Estadounidense  de 2014), y los apremiantes problemas de derechos humanos que enfrentan estas comunidades casi nunca reciben cobertura.

Esta laguna de representación precede, por mucho, el ascenso de Donald Trump a la presidencia en 2017 y seguirá aumentando a medida que los medios de comunicación luchan por mantenerse al día con los escándalos casi diarios y los impactantes tweets que salen de la Casa Blanca, mientras intentan crear espacio para otros acontecimientos de interés periodístico. Pero la comunidad de derechos humanos tiene la responsabilidad ética y normativa (con base en tratados) de promover los derechos de los pueblos indígenas, que se formalizó aún más mediante la adopción por parte de EE. UU. de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas en 2009. Además, es esencial precisar las formas en las que la administración de Trump, que apenas supera el año en el cargo, ha buscado explotar y deteriorar aún más los derechos humanos de los indígenas americanos. De hecho, el ataque de Trump contra los derechos de los indígenas americanos como presidente es solo la manifestación más reciente del patrón más amplio de prejuicios anti indígenas que ha exhibido a lo largo de su vida.

Significativamente, Trump decidió que la autorización del oleoducto Dakota Access fuera uno de sus primeros actos oficiales como presidente (24 de enero de 2017), un acto que expone de manera desproporcionada a los indígenas americanos a riesgos de salud en el caso de un derrame de petróleo a lo largo del oleoducto de 1,100 millas que va desde Dakota del Norte hasta Illinois, y que viola el Tratado de Fort Laramie de 1851 ya que se extiende a través del territorio asignado a las tribus sioux. Cómo detalló minuciosamente la etnobotánica y activista Linda Black Elk (Nación Catawba), el oleoducto atraviesa muchos sitios sagrados y socava sus derechos a la salud y a la soberanía alimentaria al perturbar la vida vegetal en la región. Aunque no es un hecho ampliamente conocido, en realidad los oleoductos tienen fugas con frecuencia, y la población de Bismark, Dakota del Norte, blanca en su mayor parte, estaba lo suficientemente preocupada por la integridad del agua potable que se negó a que el oleoducto atravesara su región.

Por otra parte, Trump ha indicado su desprecio por los derechos territoriales y de salud de la población indígena a través de una serie de iniciativas, incluido su presupuesto propuesto para 2017 (el cual despoja de $300 millones de dólares a la Oficina de Asuntos Indígenas del Departamento del Interior, que dirige programas de educación, orden público, servicios humanos y vivienda), así como sus esfuerzos para privatizar tierras en fideicomisos federales y hacer que las tierras en posesión de indígenas americanos estén más accesibles para el “desarrollo” y la extracción, como en el caso de la reciente contracción del Monumento Nacional Bears Ears. Además, el muro fronterizo que propone violaría la soberanía de la Nación Tohono O’odham al dividir a su territorio y población, que se extienden a lo largo de sesenta y dos millas de la frontera entre Estados Unidos y México.

Sería posible interpretar todos estos esfuerzos como “pro empresas” en lugar de como esfuerzos deliberados para socavar los derechos de los indígenas americanos, si no fuera por que Trump tiene (1) un historial de sesgo anti indígena, (2) concepciones hostiles de la identidad indígena americana y (3) una aparente ignorancia sobre los derechos provenientes de los tratados con los indígenas americanos. Es esencial dar publicidad a estas acciones y utilizarlas para el activismo en favor de los derechos humanos, con el fin de avanzar en contra de la creciente enemistad contra los derechos indígenas. Vayamos punto por punto:

(1) Trump gastó casi $1 millón de dólares en el año 2000 para contribuir a una campaña racista contra los mohawks de St. Regis, después de que anunciaron sus planes para abrir un casino. Los anuncios argumentaban que un casino tribal llevaría narcotráfico, violencia y delincuencia organizada a la región.

(2) En su testimonio de 1993 ante el Congreso, Trump sostuvo que los miembros de las tribus de Connecticut no parecen indígenas americanos y, por lo tanto, no deberían ser elegibles para abrir casinos (que competirían con los suyos) conforme a las disposiciones de la Ley para la Reglamentación del Juego en las Tierras Indígenas de 1988. Por lo tanto, se identifica como un juez apropiado de la identidad y los derechos de los indígenas americanos. Sin duda estos son casos en los que Trump buscaba promover los intereses comerciales, especialmente los suyos, pero sus marcados ataques contra los pueblos indígenas americanos dejan en evidencia un racismo más insidioso que aprovecha para su propio beneficio.

Una vez más, combinó el racismo con el oportunismo en su repetida utilización del término “Pocahontas” como insulto en contra de la senadora Elizabeth Warren. En esta ocasión no solo hacía un juicio infundado sobre la identidad indígena americana, sino que iba más allá al convertir el nombre de una de las indígenas americanas más famosas y mal representadas en un arma política. Si bien no se han verificado las afirmaciones de Warren sobre su ascendencia cherokee, Trump parece estar menos interesado en censurar una reivindicación fraudulenta de identidad que en reforzar su propio poder político al usar la etiqueta de “Pocahontas” para menospreciar a Warren.

(3) La ignorancia de Trump sobre los derechos provenientes de los tratados con los indígenas americanos tiene implicaciones peligrosas, como indica su declaración acerca de la firma de una ley de asignaciones en mayo de 2017 en la que aparentemente considera que las subvenciones de vivienda en bloque para los indígenas americanos son inconstitucionales. En este caso, es presa de un error de categorización frecuente al considerar a los indígenas americanos como uno de varios grupos minoritarios estadounidenses intercambiables, más que como miembros de naciones con quienes el gobierno de EE. UU. contrajo una serie de obligaciones provenientes de tratados a cambio de la cesión forzosa de sus tierras.

Los activistas de derechos humanos pueden, y deben, usar estos sucesos para potenciar sus campañas de defensa y promoción. Aunque, en muchos sentidos, la presidencia de Trump no tiene precedentes, el ataque del gobierno estadounidense contra los derechos de los indígenas americanos sí que los tiene. Las protestas contra el oleoducto Dakota Access (NoDAPL) comenzaron antes de la presidencia de Trump, y el activismo indígena en general no ha parado desde que comenzó la colonización. Es importante que no solo se tome conciencia de las violaciones a los derechos de los indígenas americanos, sino también que la población no nativa se alíe con los indígenas americanos en este esfuerzo.

La expresión más conocida de la resistencia indígena contra Trump ha sido la protesta NoDAPL, pero también se manifiesta en maneras poco documentadas en la prensa dominante, que incluyen las demandas contra la contracción del Monumento Nacional Bears Ears que realizó la administración Trump y el uso que han dado Linda Black Elk y Dallas Goldtooth (Mdewakanton Dakota y Dine, Indigenous Environmental Network [Red Medioambiental Indígena])  a las redes sociales como medios alternativos de concienciación y cambio político.

Aunque el resultado de muchos de estos esfuerzos aún está por verse, su éxito puede medirse en parte por la atención que los activistas han logrado llevar a los asuntos de justicia ambiental en la América indígena (en una época en la que los pueblos indígenas prácticamente han sido borrados de la visión dominante) y a través de las coaliciones transtribales y transnacionales que se han conformado en los últimos años para colaborar en la resistencia contra el debilitamiento de los derechos indígenas. No cabe duda de que la administración de Trump continuará atacando los derechos y la soberanía indígenas, pero también es seguro que los pueblos indígenas seguirán resistiendo con herramientas antiguas y nuevas, como lo han hecho desde el primer contacto con los europeos.

La comunidad de derechos humanos en general puede ayudar a los esfuerzos de los activistas indígenas de muchas maneras, entre ellas, informando sobre estos esfuerzos al público en general, ayudando a financiar las batallas jurídicas tribales y utilizando canales como las Naciones Unidas y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para asegurar que se cumplan las disposiciones de la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.