Las restricciones al financiamiento extranjero para la sociedad civil: mucho más que solo “una excusa ilegítima”

Durante los últimos diez años, muchos Estados de todo el mundo han tomado medidas para restringir o resistirse abiertamente a las actividades de gobiernos y actores no estatales extranjeros que apoyan a las agrupaciones locales de la sociedad civil. El ataque de 2011 contra las ONG extranjeras y de financiamiento extranjero en Egipto y el acoso contra los ahora llamados “agentes extranjeros” en Rusia son solo los ejemplos más notorios de una tendencia que tiene muchas dimensiones y abarca todas las regiones del mundo y todos los tipos de regímenes. Este fenómeno, al que se conoce como “reducción de espacios”, o “closing space” en inglés, es parte de un aumento general de la resistencia contra la promoción internacional de la democracia y los derechos humanos.

Dado que el apoyo externo para la sociedad civil constituye un elemento clave de las estrategias actuales de promoción de la democracia y los derechos humanos, esta reducción de espacios tiene pertinencia inmediata para los gobiernos, las organizaciones internacionales y las ONG que se han comprometido con este esfuerzo. En consecuencia, durante los últimos años, el fenómeno ha recibido cada vez más atención de los académicos, los responsables de formular políticas y los activistas de la sociedad civil. Sin embargo, como sostenemos en un informe del Instituto de Investigaciones para la Paz de Frankfurt (Peace Research Institute Frankfurt, PRIF) sobre el que se basa esta contribución, los estudios existentes sobre este fenómeno ignoran en gran medida la dimensión normativa del problema en cuestión, o le restan importancia deliberadamente. En la medida en que se llegan a considerar las justificaciones ofrecidas para defender las restricciones al financiamiento extranjero para agrupaciones de la sociedad civil, casi siempre se las descarta como racionalizaciones apenas disimuladas de violaciones del derecho internacional, pronunciadas por algunos gobiernos en funciones que únicamente desean perpetuarse en el poder. Desde una óptica política, esto es comprensible si se considera que el fenómeno de la reducción de espacios suele enfrentar a agrupaciones vulnerables de la sociedad civil contra gobiernos mucho más poderosos. Y, sin embargo, esta desigualdad es tanto notable como problemática.

Una respuesta prometedora a la propagación de la reducción de espacios no puede dejar de incluir una seria consideración de las inquietudes planteadas por los numerosos gobiernos que la impulsan.

Es notable porque la crítica de la injerencia externa en nombre de la soberanía nacional y la libre determinación colectiva apunta a principios internacionales bien establecidos, aunque ciertamente no carecen de controversia. Las normas internacionales sobre las que se basa el apoyo externo para la sociedad civil son, por el contrario, informales e implícitas. Es problemática porque la proliferación de la reducción de espacios en todo el mundo sugiere que este no es un problema que se pueda manejar simplemente tratando de convencer, marginar o, de ser necesario, combatir a unos cuantos gobiernos “equivocados”. Una respuesta prometedora a la propagación de la reducción de espacios no puede dejar de incluir una seria consideración de las inquietudes planteadas por los numerosos gobiernos que la impulsan, de una u otra manera. Esto reviste aún más importancia porque la práctica internacional del apoyo a la sociedad civil, y con ella el debate político sobre el financiamiento extranjero y la reducción de espacios, está inmersa en relaciones de poder fundamentalmente asimétricas y es moldeada por legados poscoloniales profundamente arraigados.

Aquellos que critican las restricciones al financiamiento extranjero gustan de mencionar que las normas internacionales de derechos humanos están bien establecidas, particularmente, por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP). En una interpretación destacada de este pacto que presentó el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación, Maina Kiai, el derecho a la libertad de asociación incluye la capacidad de “buscar, recibir y utilizar recursos —humanos, materiales y financieros— de fuentes nacionales, extranjeras e internacionales”. Kiai, cuyo razonamiento recibió el apoyo incondicional de la mayoría de los gobiernos noroccidentales, rechaza expresamente el argumento de que se puedan justificar las restricciones al financiamiento extranjero como un medio para proteger la soberanía nacional, calificándolo de “excusa ilegítima”. El derecho a la libre determinación colectiva, que ocupa un lugar destacado en el primer artículo del PIDCP, ni siquiera se menciona. De acuerdo con Kiai, no se considera potencialmente perjudicial para una “sociedad democrática” incluso cuando individuos o agrupaciones de la sociedad civil, registradas o no registradas, reciben grandes sumas de capital extranjero de parte de donantes externos que no tienen ninguna clase de legitimidad política en el país en cuestión y que obedecen a su propia agenda política.


Khalil Hamra/Press Association Images (All rights reserved)

In 2011, Egyptian protestors took to the streets in Cairo to protest US funding of democracy groups.


Esta es, cuando menos, una interpretación bastante particular de las normas internacionales. No obstante los debates contemporáneos sobre el significado de la soberanía nacional y la libre determinación, estos principios todavía constituyen pilares centrales del orden internacional existente. También son elementos necesarios de todos los regímenes políticos democráticos que conocemos. En principio, los regímenes democráticos, como intentos (necesariamente imperfectos) de institucionalizar la libre determinación colectiva, no adjudican ninguna función legítima a agentes externos que no están sujetos a su autoridad política ni son parte del demos. Dada la persistente experiencia de paternalismo político y explotación económica en el Sur global, además de la intromisión encubierta y las intervenciones manifiestas de los Estados noroccidentales, las inquietudes respecto a la injerencia extranjera son genuinas y generalizadas. Si bien es difícil saber qué piensa realmente “la población”, podemos decir con certeza que, en muchos casos, los gobiernos en funciones no son los únicos que miran con cautela la entrada de fondos externos y la presencia de organismos extranjeros que apoyan a agrupaciones nacionales de la sociedad civil (véase, por ejemplo, nuestro debate sobre Bolivia, Egipto y la India).

Con esto no queremos decir que los gobiernos que justifican las restricciones al apoyo internacional para la sociedad civil simplemente estén en lo correcto. Tampoco sostenemos que estos gobiernos vacilen en usar argumentos normativos estratégicamente para otros fines; ciertamente los usan. Únicamente sugerimos que lo que se enfrenta aquí es un conflicto complejo en el que ambas partes presentan argumentos normativos que no se pueden, ni deben, descartar fácilmente.

En resumen, se requiere un debate mundial para discutir, revisar y promover las normas internacionales que regulan (permiten y restringen) el apoyo extranjero a la sociedad civil. A fin de facilitar dicho debate, los académicos y los responsables de formular políticas deben reconocer que el tema del financiamiento extranjero es en efecto un fenómeno específico que implica problemas particulares. Si el objetivo político realmente es evitar o revertir la reducción general de espacios para la sociedad civil en todo el mundo, es recomendable que los políticos, los activistas de la sociedad civil y los académicos comprometidos no debiliten su apoyo al derecho a la libertad de asociación al mezclarlo con la noción de un derecho extensivo al apoyo externo para la sociedad civil.