La historia demuestra que los Procedimientos Especiales de la ONU para países concretos son herramientas para un cambio positivo

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Los Procedimientos Especiales de la ONU para países concretos suelen elogiarse por ser los “ojos y oídos” en países con situaciones preocupantes en materia de derechos humanos. A pesar de este gran elogio —en 2006, el exsecretario general de la ONU Kofi Annan los calificó como la “joya de la corona” del sistema internacional de derechos humanos—, todavía hay quienes cuestionan su valor y piden que se eliminen de la caja de herramientas del Consejo de Derechos Humanos. Muchos de estos detractores citan el hecho de que el sistema de Procedimientos Especiales se politiza con demasiada facilidad, es selectivo y a menudo carece del apoyo del Estado implicado.

Esta oposición parece cobrar mayor importancia, ya que cada vez son más los Estados que afirman que el mecanismo representa una violación de la soberanía estatal y que debería disolverse, lo que forma parte de un “retroceso” general contra las normas universales y los esfuerzos de la ONU por hacer que los responsables de violaciones graves rindan cuentas. Sin embargo, la historia ha demostrado que, a pesar de esta fuerte oposición, los expertos independientes han sido mecanismos valiosos capaces de catalizar cambios positivos a nivel local. La repercusión que han tenido los Procedimientos Especiales específicos de cada país demuestra que los argumentos sobre la “politización”, la “selectividad” y la “inutilidad” de los Procedimientos Especiales específicos de cada país no se basan en pruebas.

Esta fue una de las principales conclusiones de un taller de 2017 sobre los orígenes, la evolución y el impacto de los primeros Procedimientos Especiales específicos de países en Latinoamérica, organizado por el Universal Rights Group, Amnistía Internacional y el Instituto de Derechos Humanos Jacob Blaustein, en Montevideo, Uruguay.

La reunión se centró en los Procedimientos Especiales establecidos para hacer frente a las dictaduras y los conflictos violentos que afectaron a Latinoamérica entre los años setenta y ochenta: el Grupo de Trabajo y el Relator Especial sobre la situación de los derechos humanos en Chile (1975); el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias (GTDFI-1980), que centró sus primeros años de trabajo en Argentina; y los expertos en la situación de los derechos humanos en El Salvador (1981) y Guatemala (1982).

Entre los participantes se encontraban los primeros titulares de mandatos (es decir, antiguos miembros de los Grupos de Trabajo y antiguos expertos de la ONU), activistas de la sociedad civil que trabajaron con ellos en las décadas de 1970 y 1980, funcionarios de la Secretaría de la ONU que los apoyaron e incluso antiguos representantes diplomáticos de los Estados que habían luchado contra el establecimiento de mandatos por países.

En términos generales, los primeros Procedimientos Especiales en Latinoamérica utilizaron métodos de trabajo similares: establecer misiones y comunicaciones oficiales y no oficiales, celebrar reuniones con organizaciones de la sociedad civil y víctimas, formar alianzas con los medios de comunicación para aumentar la visibilidad de su trabajo y presentar numerosos informes que documentaran sus investigaciones y conclusiones.

Muchos titulares de mandatos anteriores y actuales también se enfrentaron a obstáculos similares, como la insuficiencia de recursos financieros y humanos, la elevada burocracia del sistema de la ONU y las limitaciones de tiempo, todo lo cual afectó al cumplimiento efectivo de sus mandatos.

Además, todos se enfrentaron a una fuerte oposición por parte de los gobiernos implicados y lucharon por conseguir su cooperación. Por ejemplo, el GTDFI se creó después de que Argentina lanzara una gran ofensiva diplomática para impedir un Procedimiento específico para el país, al igual que la Junta Militar del dictador-presidente argentino Jorge Videla se opuso a su trabajo y recomendaciones. Del mismo modo, los diplomáticos chilenos en la ONU se opusieron al establecimiento de un mandato al argumentar que los asuntos soberanos del país debían tratarse de manera interna, mientras que el gobierno acusaba a los expertos de estar trabajando por el “interés del comunismo internacional”.

La superación de la falta de cooperación gubernamental dio paso a otro obstáculo: las dudas de la opinión pública sobre la independencia del mecanismo. Los actores de la sociedad civil se preguntaban qué tipo de concesiones habían hecho los expertos para convencer a los autores de las violaciones de los derechos humanos de que de que aceptaran reunirse con ellos. 

Al final, todos los titulares de los mandatos consiguieron demostrar su independencia y comprometerse con todos los actores relevantes. Incluso Augusto Pinochet autorizó a Fernando Volio Jiménez, Relator Especial sobre Chile, a establecer las condiciones en las que debía celebrarse el referéndum que permitió a Chile volver a la democracia, y a observar después este proceso de votación. 

Los participantes en la reunión de Montevideo se beneficiaron de un análisis histórico —y de la ausencia de presiones e intereses políticos que lo acompañan— y reconocieron la contribución positiva de los primeros Procedimientos Especiales a la hora de mejorar la situación de los derechos humanos en sus respectivos países y de abrir el camino a la “tercera ola” de democratización en Latinoamérica. En concreto, los participantes identificaron una serie de resultados cruciales en la construcción de sociedades más fuertes y respetuosas con los derechos humanos.

Los primeros Procedimientos Especiales contribuyeron a mejorar la situación de los derechos humanos de las víctimas, a la hora de defender su derecho a la verdad, contribuir a garantizar la rendición de cuentas, fomentar procesos de diálogo y reforma internos, e incluso proteger su dignidad e integridad.

La clave para lograr este impacto fue el enfoque de los titulares de los mandatos en el empoderamiento de las organizaciones de la sociedad civil. Su trabajo con estas organizaciones permitió el diálogo interno y los procesos de reforma, creó una apropiación nacional de la aplicación de las normas internacionales de derechos humanos y, en palabras de las víctimas, “reafirmó su dignidad, su agencia y su capacidad para defender sus derechos”. Además, los titulares de los mandatos pudieron abrir espacios de participación en los que las organizaciones de la sociedad civil y las víctimas podían presentar sus quejas, expresar sus preocupaciones y recibir asesoramiento de expertos. Por ejemplo, las reuniones entre el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias y Las Abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina fueron fundamentales para que estas mujeres pudieran presentar sus reclamaciones a nivel internacional y nacional.

Otro resultado fundamental fue la mejora de la comunicación y la recopilación y presentación de información de primera mano sobre las violaciones de los derechos humanos. Unas cifras e informes sólidos y coherentes ayudaron a los actores nacionales e internacionales a entender claramente las situaciones y, por tanto, a idear formas de abordarlas.

Al actuar como canales de comunicación, los expertos independientes accedieron más a los autores, que de otro modo serían inaccesibles, lo que también creó oportunidades únicas para buscar la verdad, la justicia y la reparación.

Además, el asesoramiento adaptado, configurado por los expertos y las víctimas y coherente con los contextos económicos, sociales y políticos de los Estados, facilitó la adaptación de los marcos nacionales a las normas internacionales de derechos humanos. Las reformas implementadas por el gobierno de Argentina en 1983, que siguieron las recomendaciones del GTDFI, lo demuestran.

Los primeros mandatos también aumentaron la visibilidad de las situaciones de derechos humanos, al facilitar el compromiso con los funcionarios de alto nivel, aumentar la concienciación y ayudar a movilizar el apoyo a favor de las víctimas. Además, esa mayor visibilidad creó una presión política que disuadió de la continuación o la escalada de las violaciones de los derechos humanos y detuvo el apoyo a los autores de estos abusos. El trabajo de los Relatores Especiales, por ejemplo, dificultó que Estados Unidos siguiera concediendo ayuda militar y asistencia a las autoridades salvadoreñas en la década de 1980.

Estos resultados positivos dependieron de varios factores internos y externos que explican la eficiencia y eficacia del mecanismo: su independencia, imparcialidad, objetividad, conocimientos y experiencia. Para el éxito del mecanismo también fueron fundamentales la comprensión por parte de los expertos de las sensibilidades específicas del contexto, así como su capacidad para dialogar, adoptar un enfoque constructivo, trabajar en red y adaptarse a situaciones cambiantes.

A pesar de estos “determinantes de la influencia”, la historia nos dice que los Procedimientos Especiales específicos de cada país son herramientas valiosas para el cambio positivo. Quizá la lección más valiosa sea que se trata de un mecanismo resistente, capaz de superar los obstáculos más difíciles, incluida la oposición de los Estados afectados. Como tal, la experiencia latinoamericana debería servir como prueba para informar los debates actuales en el Consejo sobre la eficacia y la necesidad del mecanismo. En concreto, este estudio histórico demuestra que, incluso en países con un espacio cívico cerrado, los Procedimientos Especiales ofrecen la oportunidad de participación de la sociedad civil y vías para la verdad y la rendición de cuentas. Sin embargo, es probable que este importante valor siga suscitando la oposición de los Estados en el Consejo, especialmente de los implicados en presuntas violaciones de los derechos humanos.


 

Este artículo forma parte de una serie desarrollada en colaboración con el Instituto Danés de Derechos Humanos. La serie explora diferentes enfoques de las temporalidades de la historia de los derechos humanos y cómo esto se relaciona con su pasado, presente y futuro.