Derechos más que humanos: ¿qué podemos aprender de los árboles, los animales y los hongos?

El reciente reconocimiento histórico por parte de la Asamblea General de la ONU del derecho a un medio ambiente sano y el aumento de legislación y jurisprudencia sobre los derechos de la naturaleza no son hechos aislados. Al contrario, forman parte de un interés más amplio por trazar una nueva relación con la naturaleza que se manifiesta en muchos campos, desde las ciencias hasta las humanidades y las artes, pasando por la cultura y la espiritualidad.

Creo que este "giro ecológico" plantea uno de los retos más potentes y ofrece algunas de las respuestas más prometedoras a las deficiencias de los conceptos y la práctica de los derechos humanos. Si queremos aprovechar plenamente el potencial de este cambio de paradigma, haríamos bien en seguir el ejemplo de los campos científicos que Richard Powers ha denominado  de manera elocuente como las "ciencias de la humildad" —ecología, botánica, etología, micología, microbiología, geología, química y otras ciencias naturales—, que están desdibujando de forma efectiva la distinción categórica entre humanos y no humanos, así como desafiando el antropocentrismo y el supremacismo humano que han dominado campos como los derechos humanos. Al hacerlo, las ciencias de la humildad se unen a las reivindicaciones mucho más antiguas de las culturas indígenas, que se basan en lo inseparable de los seres humanos y la naturaleza y se expresan en una "gramática de la animidad" que reconoce la vida y la agencia humanas y no humanas por igual.

Las pruebas de la ubicuidad de las interrelaciones que caracterizan al mundo más que humano están por todas partes. Por medio de sensores y tecnologías de inteligencia artificial, los científicos escuchan a escondidas las conversaciones entre ballenas, pájaros, murciélagos y ratas topo para descifrar sus lenguajes e intentar responderles. Botánicos como Suzanne Simmard captan de manera hábil los mensajes que los árboles se envían entre sí a través de las redes de micelios. Los microbiólogos se dedican a rastrear las multitudes que contenemos: los microbios que habitan en nuestros intestinos, piel y cuero cabelludo y que superan en número a nuestras células "humanas". Los micólogos se han embarcado en una nueva misión cartográfica mundial, la primera en la que se cartografían las redes fúngicas subterráneas. Otros científicos están ideando dispositivos ingeniosos para asomarse a la visión del mundo de otros animales.

El giro ecológico postula el profundo entramado entre especies, hasta el punto de difuminar los límites entre los individuos y entre éstos y su entorno. Son las "vidas entrelazadas" sobre las que el micólogo Merlin Sheldrake ha escrito para captar la interpenetración entre plantas y hongos, o entre las algas y los hongos que componen los líquenes, o entre las células humanas y los innumerables microbios que nos habitan. "Somos ecosistemas, compuestos y descompuestos por una ecología de microbios", concluye. "La simbiosis es una característica omnipresente de la vida".

Si la biología se ha convertido en ecología, si los individuos son ecosistemas, ¿dónde quedan los derechos humanos, que surgieron para proteger al homo sapiens individual? ¿Qué novedades y qué sorpresas aportaría integrar los derechos humanos en el mundo más que humano? Este es el proyecto que he propuesto denominar más que derechos humanos (MOTH, por sus siglas en inglés). A partir de este blog, OGR publicará contribuciones periódicas a este esfuerzo colectivo, que está curado por el Centro de Derechos Humanos y Justicia Global y la Clínica de Incidencia de los Derechos de la Tierra de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York.

Por ahora, basta con señalar que el giro ecológico requeriría conceptos y metáforas diferentes de los que han dominado los derechos humanos. Cuando la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 afirmaba que "el fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre", afirmaba una doble división: entre individuos autónomos (humanos) y entre la naturaleza humana y el resto de la naturaleza. (Por supuesto, la distinción entre los derechos del hombre y de la mujer era una tercera división que estaba presente en la época de la Declaración, pero que desde entonces se ha superado en gran medida en la legislación sobre derechos humanos, si no en la práctica).

Este "giro ecológico" plantea uno de los retos más potentes y ofrece algunas de las respuestas más prometedoras a las deficiencias de los conceptos y la práctica de los derechos humanos.

Desde entonces, los conceptos y las metáforas del campo de los derechos humanos no provienen de la biología, y mucho menos de la ecología. El lenguaje de los derechos ha sido el de la filosofía y la jurisprudencia liberales y el de las ciencias sociales, donde los derechos se consideran derechos individuales que protegen los intereses específicamente humanos contra los abusos de los gobiernos y otros individuos.

La segunda línea de estudios y debates recientes que debería llevarnos a reconsiderar los fundamentos conceptuales del proyecto de derechos tiene que ver con las capacidades que se han utilizado para apoyar un orden jerárquico que sitúa a los humanos por encima de los no humanos. Desde los griegos hasta nuestros días, pasando por la visión cartesiana de los animales como máquinas incapaces de pensar o sentir, el énfasis del pensamiento antropocéntrico se ha puesto en las diferencias y la jerarquía entre humanos y no humanos. Capacidades como la inteligencia, el aprendizaje, la conciencia, la sensibilidad y el lenguaje se han definido de manera invariable en términos de sus manifestaciones humanas y se han utilizado para reafirmar una jerarquía de la vida con el homo sapiens en la cima, seguido por los primates, luego por otros animales y hasta las plantas, los hongos y el resto de la naturaleza. A medida que esta gran cadena del ser desciende, la consideración moral que se otorga a los ocupantes de cada escalón disminuye de forma constante.

Por su tradición, el proyecto de los derechos humanos se ha aferrado implícita o explícitamente a esta gran cadena del ser y al supremacismo humano que conlleva, como ha argumentado convincentemente el filósofo Will Kymlicka. En las últimas décadas, teóricos de los derechos de los animales, como Kymlicka y Martha Nussbaum, han planteado un poderoso desafío contra esta visión y han tratado de concebir "derechos humanos sin supremacismo humano".

El giro ecológico en la ciencia occidental y en otros campos proporciona una gran cantidad de pruebas en apoyo de este movimiento. Las líneas de investigación mencionadas sobre la comunicación animal y los mundos perceptivos han cuestionado el monopolio de la humanidad sobre la inteligencia, la conciencia, el lenguaje y otras capacidades. Sin embargo, otros campos del conocimiento van más allá de los animales "superiores". Los botánicos, micólogos y otros científicos se dedican a documentar cómo organismos como las plantas, los hongos y los mohos del limo resuelven problemas, aprenden o se comunican entre sí y con el mundo exterior. Que esas habilidades se consideren inteligencia depende de cómo se defina la inteligencia, una categoría que se está debatiendo activamente.

Como se pregunta Sheldrake, "las realidades biológicas nunca son blancas o negras. ¿Por qué las historias y metáforas que utilizamos para dar sentido al mundo —nuestras herramientas de investigación— deberían serlo?". En la misma línea, ¿por qué los conceptos que utilizamos para trazar la línea entre los titulares de derechos y el resto de la naturaleza deben seguir los binarios que separan a los humanos de los animales, a los animales superiores de los demás, y a los animales del resto de la naturaleza?