Las nuevas potencias no jugarán con las viejas reglas

El mundo está cambiando: el poder económico y político  se está deplazando del norte y el oeste al sur y el este; cada vez más, las democracias liberales compartirán o cederán el poder global a regímenes autoritarios o potencias emergentes que le dan prioridad a la soberanía y a la no interferencia sobre el interés en los derechos humanos en el extranjero. Podría parecer que para muchos defensores de los derechos humanos, sin embargo, estos cambios no hacen necesaria una reorientación fundamental en su estrategia. En los artículos que contribuyeron para este foro, Peggy Hicks y Ken Roth de Human Rights Watch (HRW) y Salil Shetty de Amnistía Internacional (AI) argumentan en este mismo sentido. Ellos insisten en que según van emergiendo las nuevas potencias globales, las ONG les deben exigir (en un grado no menor que a las potencias existentes) que utilicen su creciente influencia para presionar a los regímenes reacios a cooperar a que respeten los derechos humanos.

En respuesta a la debilidad obvia de dicha estrategia (países como China y Rusia están expuestos a ser acusados de un abuso generalizado de los derechos humanos, así que difícilmente se puede esperar que usen esa misma acusación en buena fe en contra de otros), AI y HRW argumentan que las democracias que forman parte de las potencias en crecimiento, más prominentemente, Brasil, India y Sudáfrica, deben promover fuera de sus países esos valores con los que aclaman estar comprometidos en casa. Sus resultados hasta ahora bien pueden ser decepcionantes, pero AI y HRW argumentan que hay ejemplos exitosos de su esfuerzo. Y apuntan que, en cualquier caso, es de esperar que haya inconsistencia en la promoción de los derechos humanos fuera del país, la cual, de hecho, es familiar en la trayectoria de las democracias occidentales.

Presentan un argumento irresistible. Las exigencias de imparcialidad y las campañas simplemente ingeniosas sugieren que las ONG internacionales deben hacer demandas similares a todos los gobiernos cuyos poderes globales les den influencia. El hecho de que estas ONG tengan orígenes y fondos occidentales es una razón más para que hagan un mayor esfuerzo para involucrar a las potencias no occidentales, con el fin de demostrar su ecuanimidad y de darle substancia a la pretensión de universalidad. De hecho, tanto AI como HRW están persiguiendo activamente estrategias que profundizarán su presencia y compromiso en y con estas nuevas potencias, incluidas aquéllas a través de vínculos más fuertes con los actores de la sociedad civil de estos países.

Sin embargo, el argumento está fundado en ciertos supuestos acerca del sistema internacional para la protección de derechos humanos. Más notablemente, asume que mientras las dinámicas de poder se transforman, las reglas del juego seguirán prácticamente sin cambios; esto es, que la vigilancia internacional y el escrutinio de asuntos domésticos de derechos humanos continuarán en los organismos de la ONU como el Consejo de Derechos Humanos y el Consejo de Seguridad. Visto de esta manera, se trata solamente de exhortar a las potencias nuevas para que sigan sumándose a una estrategia existente de ejercer presión vía resoluciones denunciatorias y/o un escrutinio mayor por los ponentes y equipos de investigación de la ONU.

Pero, ¿qué pasa si la llegada de las nuevas potencias señala no solamente una mayor renuencia a nombrar y avergonzar, sino una oposición total al enfoque de enfrentamiento que denotan esas acciones? En otras palabras, ¿qué pasa si las nuevas potencias no solamente se rehúsan a jugar el juego, sino que pretenden reescribir las reglas? De hecho, ya hay evidencia de esta tendencia en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, donde cada vez es más difícil reunir una mayoría para las resoluciones sobre un país específico, y donde muchos gobiernos se oponen en principio al uso de dichas resoluciones de nombrar y avergonzar. Similarmente, se sigue ejerciendo presión sobre el sistema de “procedimientos especiales” (los relatores y los grupos de trabajo) para que adopten tácticas de menor “confrontación”, como la producción de informes críticos, y para que den prioridad al diálogo. Lo mismo sucede en el Consejo de Seguridad, en el cual podría decirse que el punto más alto con respecto a la voluntad de involucrarse en asuntos de derechos humanos  ocurrió con la resolución que autorizó la intervención en Libia. Si esta tendencia persiste, las ONG internacionales podrán ver que su influencia en los procesos de derechos humanos de la ONU disminuye a pesar de sus esfuerzos para involucrar a las nuevas potencias.

¿Una nueva condicionalidad?

Hay un problema más fundamental con el argumento acerca de comprometer a los nuevos poderes: asume que la condena y la presión por parte de un gobierno extranjero, actuando a través de la ONU o bilateralmente, es o seguirá siendo un método eficaz para mejorar el respeto por los derechos humanos. La evidencia existente hasta ahora no es concluyente. Parecería que dicha presión solamente funciona cuando el país que está bajo el escrutinio tiene algo que ganar (o perder) del país o países que aplican la presión. Y este cálculo puede dar resultados muy diferentes en un mundo cada vez más multipolar.

Considere los antecedentes. La estrategia de utilizar la política exterior y los foros multilaterales para presionar a los regímenes que abusan de los derechos humanos logró aceptación por primera vez a mediados de la década de los 70 y fue tomando fuerza en la década de los 80, precisamente en un momento en el que las potencias occidentales estaban en ascenso y el poder Soviético estaba decayendo. Los países que enfrentaron esta nueva presión del exterior, las dictaduras de América del Sur y América Central, el apartheid en Sudáfrica y los regímenes comunistas en Europa del Este, resistieron esta presión o cambiaron sus políticas, según haya sido el caso, con base en el grado en el que necesitaban las relaciones comerciales, militares o de asistencia con los poderes occidentales que estaban aplicando la presión. En la década de los 90, con el poder de los Estados Unidos (y de Occidente) prácticamente sin desafío alguno y, por lo tanto, con muchos países dependientes de dichas relaciones, se puede argumentar que hubo un mucho mayor alcance para promover los derechos humanos a través de la política exterior y la ONU. Y de hecho hubo un aumento dramático en el número de países que estuvieron de una forma u otra bajo el escrutinio de la ONU, y de los mecanismos disponibles para hacerlo.

Además, considere los casos en los que la presión de gobiernos extranjeros ha tenido el mayor impacto tangible y, a la inversa, aquellos casos en los que ha sido insignificante. Después de la Guerra Fría, el deseo de unirse a la Unión Europea y/o la OTAN ha motivado sin duda a los países de Europa del Este, Central y Sureste a poner atención a las preocupaciones sobre derechos humanos planteadas por los miembros existentes de esas alianzas. Similarmente, algunos países pequeños y medianos que dependen fuertemente de la ayuda o del comercio y la inversión han aumentado en algunos casos el respeto a los derechos humanos bajo la presión extranjera. Sin embargo, las críticas de Occidente sobre el abuso de derechos humanos tienen hoy un impacto insignificante sobre las grandes potencias como China y Rusia o sobre las potencias medianas o pequeñas que no dependen de Occidente, por ejemplo, Irán y Sudán, o Sri Lanka y Zimbabwe. Se podrían citar muchos otros ejemplos.

Más recientemente, considere el caso de Birmania. Durante veinte años, el régimen militar rutinariamente fue el sujeto de resoluciones de la ONU que condenaban su historial de derechos humanos, además de estar aislado y enfrentar sanciones aplicadas por las potencias occidentales. Aun así, el régimen se mantuvo mayormente indiferente a la presión extranjera; ciertamente su historial de derechos humanos se mantuvo aterrador. Recientemente, sin embargo, siguiendo una decisión estratégica hecha por el liderazgo birmano de equilibrar la influencia China con la inversión occidental y  el acceso a los mercados mundiales, ha hecho unas mejoras dramáticas a su historial de derechos humanos para satisfacer a los Estados Unidos, a Europa y, en cierta medida, las demandas de ASEAN.

En resumen, el oprobio moral que implica ser señalado por las críticas raramente genera cambios en sí mismo. El miedo a que las críticas, ya sean bilaterales o a través de las resoluciones de la ONU, puedan indicar  repercusiones en otras áreas es lo que da la ventaja. Puede ser que las potencias emergentes condicionen la inversión, el comercio, la asistencia y las relaciones políticas con otros países en la medida en la que respeten los derechos humanos. También es posible que rechacen a los regímenes represivos al negarles la membresía en las organizaciones regionales. La Unión Africana, por ejemplo, ha buscado excluir la participación de gobiernos que toman el poder a través de golpes de estado o medios inconstitucionales. Pero no hay garantía de que lo harán, y ciertamente existen muchas evidencias que sugieren que las potencias emergentes, incluso las que son democracias, se mostrarán profundamente escépticas sobre el ejercicio de dicha condicionalidad. Y este escepticismo se filtrará en las políticas de las instituciones globales (la ONU, el Banco Mundial, el FMI) según aumenten el peso del voto y la influencia de las potencias emergentes en estas organizaciones.

El apoyo a la sociedad civil

¿Esto significa que la estrategia de motivar a las potencias emergentes a promover los derechos humanos en el extranjero está condenada al fracaso y, por lo tanto, es un esfuerzo inútil? No necesariamente, porque aunque las preocupaciones extranjeras sobre el historial de derechos humanos de un país tengan poco impacto en su gobierno, pueden ser una manera importante de dar apoyo y motivación a la sociedad civil local. La posición del gobierno brasileño sobre los derechos humanos en Etiopía puede importarle poco al régimen etíope, pero si es crítica, puede ser un impulso importante para los asediados defensores de derechos humanos de ese país. Similarmente, el voto de India con los países occidentales para criticar a Sri Lanka en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU ha tenido un impacto insignificante en el gobierno de Sri Lanka (que puede apoyarse en su creciente relación económica con China), pero ha sido importante para los defensores locales que pueden utilizarlo para compensar la acusación de que solamente el occidente hipócrita habla del asunto de los derechos humanos.

Este enfoque en la sociedad civil local es especialmente importante por otra razón. El aumento de nuevas potencias es sólo uno de los muchos cambios globales trascendentes en curso. Los dramáticos  avances en educación, incluidos aquéllos en el nivel secundario y post-secundario, junto con el crecimiento exponencial de las poblaciones urbanas y la difusión del acceso móvil a la internet (¡a 5 mil millones de personas para el 2020!) apuntan a una clase media creciente y potenciada en docenas de países. Entre estos, destacarán las potencias emergentes: China e India, por supuesto, pero también Brasil, Indonesia, México, Nigeria, Sudáfrica, Turquía y otros.

Viendo hacia el futuro, esta recién potenciada clase media será el motor más importante para el cambio, para bien o para mal. Mucho más que la política exterior de sus gobiernos, serán su entendimiento de los derechos humanos y sus ganas de exigir la protección de estos derechos tanto en casa como en el extranjero los que darán forma al futuro de los derechos humanos.