La injusticia de la pena de muerte por delitos de drogas

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Nagaenthran K. Dharmalingam ha pasado más de una década en el corredor de la muerte en Singapur, tras ser condenado a muerte en 2011 por un delito de drogas. Nagaenthran, de nacionalidad malaya, sufre problemas de salud mental y tiene discapacidades cognitivas, lo que debería proporcionar una base legal y moral para detener su ejecución, como han señalado con razón los grupos de derechos humanos. Su ejecución se fijó para el 27 de abril. Su caso ha provocado protestas nacionales e internacionales y la condena de activistas por los derechos de los discapacitados, del primer ministro y del Rey de Malasia, de expertos en derechos humanos de la ONU y del fundador del Virgin Group, Richard Branson.

El mes pasado, Singapur llevó a cabo su primera ejecución desde 2019, cuando se ejecutó a Abdul Kahar bin Othman, un hombre local condenado a muerte por delitos de drogas. Nagaenthran es una de las cuatro personas que han recibido una notificación de ejecución en Singapur en los últimos cinco meses. Los cuatro casos presentan similitudes inquietantes: los cuatro fueron declarados culpables de tráfico de drogas y condenados por primera vez a la pena de muerte como castigo obligatorio; todos presentan graves problemas de salud mental; dos son extranjeros y los otros dos son miembros de un grupo étnico minoritario. Ninguno de ellos era una figura importante en el mercado de la droga. Estos casos no son excepcionales. Muchas, si no la mayoría, de las personas actualmente condenadas a muerte por delitos de drogas proceden de grupos marginados.

Un informe de Harm Reduction International (HRI) reveló que al menos 131 personas fueron ejecutadas por delitos de drogas en 2021 (un aumento de más del 300 % con respecto a 2020), y al menos 237 personas fueron condenadas a muerte por delitos de drogas en dieciséis países. A escala mundial, se cree que al menos 3000 personas están en el corredor de la muerte por delitos de drogas, si no son muchas más. El informe también constata que la pena de muerte por drogas se aplica de forma desproporcionada a personas de comunidades marginadas que a menudo sufren vulnerabilidades cruzadas, como los extranjeros, las mujeres y las personas con discapacidades cognitivas.

Muchas, si no la mayoría, de las personas actualmente condenadas a muerte por delitos de drogas proceden de grupos marginados.

Entre las personas que se ha confirmado que han sido condenadas a muerte por un delito de drogas en 2021, alrededor de una décima parte son ciudadanos extranjeros. Como ya lo destacó la HRI, los ciudadanos extranjeros (incluidos los trabajadores migrantes) corren un mayor riesgo de ser engañados o coaccionados para participar en el mercado de la droga, sufren discriminación y se enfrentan a vulnerabilidades únicas en sistemas jurídicos penales desconocidos.

Las personas pertenecientes a minorías étnicas también se ven afectadas de forma desproporcionada por la imposición de la pena capital por delitos de drogas. En Irán, las organizaciones de la sociedad civil y las Naciones Unidas han denunciado una tendencia a las ejecuciones contra presos de la minoría baluchi, muchos de los cuales fueron condenados por delitos de drogas tras un proceso judicial defectuoso. Del mismo modo, en Singapur, una solicitud del Tribunal Superior presentada en 2021 cuestionaba la sobrerrepresentación de singapurenses de etnia malaya entre los condenados a muerte por delitos de drogas.

Las mujeres también experimentan vulnerabilidades únicas tanto en la sociedad como en los sistemas de justicia penal y se ven afectadas de manera desproporcionada por el control punitivo de las drogas en todo el mundo. La mayoría de las mujeres en el corredor de la muerte en los países que todavía imponen la pena de muerte por delitos de drogas, como Tailandia (86 %) y Malasia (95 % en 2019), están a la espera de ser ejecutadas por delitos de drogas. Del mismo modo, las cifras publicadas hace poco indican que la mayoría de las mujeres que se ha confirmado que han sido ejecutadas en Irán entre 2010 y octubre de 2021 habían sido condenadas por delitos de drogas.

Por último, un análisis a profundidad de las circunstancias de quienes esperan ser ejecutados en Singapur ha arrojado nuevas luces sobre la prevalencia de los problemas de salud mental, incluidas las discapacidades cognitivas, entre los condenados a muerte por delitos de drogas en todo el mundo.

Años de pruebas han mostrado que la pena de muerte se dirige principalmente a las personas más vulnerables y marginadas de la sociedad. Las investigaciones demuestran que lo mismo ocurre con las políticas punitivas de control de drogas y la pena de muerte por delitos de drogas, que ahora se ha probado que se dirigen de forma desproporcionada a las personas que viven en la pobreza, a las minorías raciales y étnicas, a los pueblos indígenas y a otros grupos marginados.

La pena de muerte no disuade del consumo ni del tráfico de drogas, lo que significa que, además de ser inhumana e injusta, es una forma de castigo ineficaz. No aborda las causas fundamentales por las que la gente consume, vende, transporta o trafica con drogas. Lo único que hace es que las personas vulnerables sean aún más vulnerables. Extiende un sistema jurídico penal ya sobrecargado y aumenta el número de personas que languidecen en el corredor de la muerte en todo el mundo. Los gobiernos que mantienen la pena de muerte por delitos de drogas reclaman de manera celosa su soberanía y señalan las numerosas salvaguardias que existen (al menos en el papel) en los casos de drogas con pena capital para justificar el mantenimiento de esta forma de castigo. Pero, como señaló hace poco un activista de Singapur, cuando un sistema jurídico afecta repetida y desproporcionadamente a los más marginados y vulnerables de la sociedad, ¿puede calificarse realmente de “justicia”?