¿El género de quién? Por una delimitación progresista, y no reaccionaria, en la labor de defensa y promoción

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Integrantes del colectivo trans se manifiestan en frente del Departamento de Justicia, cansados por la falta de acciones ante una ola de asesinatos sin resolver en San Juan (Puerto Rico). La gobernadora de Puerto Rico, Wanda Vázquez, anunció que se emitirá un orden ejecutiva y un protocolo para combatir la violencia contra las mujeres, que desde enero ha causado 47 feminicidios y la alarma social. EFE/Thais Llorca


Ocasionalmente, los movimientos mundiales amplios para promover los derechos humanos se entrelazan con los movimientos feministas, y cada uno de ellos influye en el otro en mayor o menor medida a lo largo del tiempo. Por otra parte, el feminismo, que siempre ha estado envuelto en controversias tanto internas como externas, ha experimentado recientemente el resurgimiento de una segunda ola de pensamiento que pone en primer plano la condición de víctimas de las mujeres. Las descripciones reduccionistas representan a las mujeres como las víctimas de la violencia interpersonal, lo que da lugar a debates en los círculos feministas y de derechos humanos sobre quién merece nuestra preocupación colectiva, e incluso a tratar de controlar el uso de términos como “género” y “sexo”, como se explora en este ensayo.

Si bien el movimiento #MeToo ha sido emocionante, masivo, sorprendente y potencialmente revolucionario, algunos de sus mensajes simplistas son poco útiles. Por ejemplo, el objetivo del eslogan “Creer a las mujeres” (Believe Women) es servir como un correctivo necesario frente a las décadas de duda que han enfrentado de manera sistemática las mujeres víctimas de acoso y violencia sexual. Sin embargo, también parece implicar que las mujeres son receptáculos de verdad unidimensionales, en lugar de seres humanos complejos e imperfectos. “Creer a las mujeres” no ayuda mucho a aliviar las preocupaciones que han planteado muchas personas (entre ellas, abogadas y académicas feministas) sobre la ausencia de un debido proceso al responder a las denuncias de conducta sexual inapropiada en planteles universitarios y otros lugares. No queda claro cómo se aplica “Creer a las mujeres” a las agresoras y facilitadoras (como las que hicieron posibles los abusos de Jeffrey Epstein y Harvey Weinstein) o a las víctimas masculinas, como los miles de niños en todo el mundo (en su mayoría varones) a los que usualmente no les creían cuando denunciaban abusos por parte del clero católico.

Puede que no nos sorprenda encontrar eslóganes simplistas como “Creer a las mujeres” en el discurso público masivo, pero el pensamiento esencialista y supuestamente feminista también está resurgiendo en otros contextos, como la labor de defensa y promoción de los derechos humanos y la formulación de políticas internacionales. La labor en materia de trata de personas, trabajo sexual, conflictos armados y violencia de género muchas veces refleja tendencias acríticas de “rescate”, y algunos organizadores contemporáneos que se identifican como feministas promueven ideas aparentemente obsoletas sobre las mujeres y el género. Supuestas activistas feministas en Europa, Estados Unidos, Australia, Corea del Sur, México, Brasil y otros lugares impulsan una agenda indudablemente antitrans. Algunos grupos condenan la sustitución de la categoría “sexo”, que consideran fija, por la categoría “identidad de género”, que permite una fluidez que les parece ofensiva.

La cantinela incesante de que las mujeres son víctimas frustra los objetivos más emancipadores del feminismo.

En la anticuada “Declaración sobre los derechos de la mujer basados en el sexo”, las firmantes quieren que la labor de defensa y promoción feminista se aplique solo a las mujeres cisgénero, ya que sostienen que las categorías de género inclusivas discriminan a las mujeres. En el artículo 4, convirtieron esta creencia en un llamamiento a discriminar a otros: “Los Estados deben defender el derecho de toda persona a describir a otras personas en función de su sexo, en lugar de su ‘identidad de género’, en todos los contextos” (cursiva de la autora). Aquí, una llamada a la acción al estilo de los discursos de derechos humanos va directamente en contra de las nociones fundamentales de igualdad que sustentan al movimiento de derechos humanos.

Esta tendencia no interseccional de “solo mujeres” también se puede encontrar en otros movimientos emergentes más influyentes. Un ejemplo instructivo es el de la COFEM, la Coalición de Feministas por el Cambio Social, fundada en 2017, que se describe como “un colectivo de defensa” que trabaja a nivel mundial en temas de violencia contra las mujeres. La COFEM también se resiste a las definiciones amplias del género, y está ganando terreno con actores que trabajan en espacios humanitarios y de derechos humanos.

Las publicaciones de la COFEM proponen una perspectiva que, sobre todo, desafía las definiciones inclusivas de la violencia de género (VG). COFEM presenta como axiomática la creencia de que la VG se aplica solo a las mujeres; afirma que la palabra “género” en sí misma debería centrarse en las desigualdades que viven las mujeres y las niñas. Se queja de que “la VG se (re)interpreta con regularidad para enfatizar los roles e identidades de género como algo que afecta a todas las personas, y estas definiciones a menudo dirigen la atención hacia la violencia contra los hombres en específico y la violencia contra las personas LGBTQ y otros grupos de manera más amplia” (cursivas en el original, página 3). Mencionan a la UE y USAID en particular.

La COFEM reivindica el manto feminista para sí misma (excluyendo a aquellos de nosotros que hemos formulado persistentemente argumentos feministas a favor de una comprensión más inclusiva del género) y sostiene que “en general, las definiciones ampliadas de la VG no reflejan la teoría ni los principios feministas”. Esto ignora décadas de trabajo que, por ejemplo, ofrece una perspectiva feminista sobre el dominio masculinizado y la sumisión feminizada en casos de violencia sexual entre hombres. Basta con fijarnos en los contextos carcelarios en los que los prisioneros sexualmente dominantes llaman “mi mujer” o “mi perra” a los hombres a los que violan. Se puede esperar que los reclusos victimizados, que a veces son prácticamente “propiedad” durante años, laven la ropa, adopten conductas feminizadas y sean sumisos frente a “su hombre”. Sin embargo, según la lógica de la COFEM, aquí no tiene cabida una perspectiva de género.

El planteamiento de la COFEM también pasa por alto las críticas feministas e interseccionales de la caracterización simplificada de las mujeres como víctimas. Ratna Kapur y otros autores sostienen desde hace décadas que la retórica reduccionista de victimización de algunos esfuerzos de defensa y promoción de los derechos humanos dista mucho de emancipar a las mujeres; de hecho, refuerza los lugares comunes racistas sobre las mujeres del “Tercer Mundo” que necesitan un rescate desde el exterior. La cantinela incesante de que las mujeres son víctimas frustra los objetivos más emancipadores del feminismo.

Consideremos esta variedad de fenómenos bien documentados: las normas de masculinidad hegemónicas impulsan la violencia homófoba en todo el mundo. Los bebés intersexuales son sometidos a cirugías genitales cosméticas para que su apariencia concuerde con un sexo en particular antes de que puedan dar su consentimiento. Las personas trans, las mujeres nativas y las personas con discapacidad corren un riesgo enorme de victimización sexual en los planteles académicos en los EE. UU., a pesar del énfasis público en las mujeres blancas, heterosexuales y sin discapacidad. Los hombres afganos que practican el bacha bazi explotan sexualmente a niños varones que son obligados a vestirse y bailar de una manera femenina. La idea de que la violencia de género es un concepto que solo se puede aplicar a un grupo impide la elaboración de análisis interseccionales más complicados y niega la realidad. Sin embargo, este argumento está cobrando fuerza en los círculos internacionales.

La ampliación de los derechos constituye una clara victoria para los principios feministas, sobre todo cuando se abarca a las personas que no se ajustan a las nociones tradicionales y patriarcales de a quién deben amar las mujeres y los hombres, o cómo deben identificarse y presentarse las personas.

Al mismo tiempo, a medida que se intensifica la resistencia al avance de los derechos de las personas LBGT+ en muchas partes del mundo, es cada vez más probable que las ONG de derechos de las mujeres vean a las alianzas sólidas con grupos LGBT+ como un riesgo, en lugar de como una oportunidad para promover intereses compartidos. Esta división es especialmente contraproducente ahora que políticos paranoicos en América Latina y en otros lugares están librando una campaña contra la llamada “ideología de género”, con el objetivo de despojar tanto a las mujeres como a las personas LGBT+ de sus derechos fundamentales.

Durante décadas, he trabajado en movimientos que piden recursos y atención para una variedad de personas victimizadas sexualmente, algunas de las cuales son hombres y niños varones. He trabajado con académicos y defensores en contextos tan diversos como cárceles, conflictos armados y entornos humanitarios, escuelas, centros de detención de inmigrantes e instituciones religiosas. Naturalmente, la ausencia casi total de financiamiento por parte de los donantes para las víctimas masculinas en estos contextos es un tema constante en la labor de defensa y promoción. No obstante, nunca he escuchado que las personas que trabajan en estos espacios pidan que les quiten fondos a las mujeres y niñas y los transfieran a los programas para hombres y niños varones. Ni a los programas para personas LGBT+. Sin embargo, la idea de que el financiamiento está en riesgo, que se repite con frecuencia, hace saltar las alarmas entre las organizaciones de mujeres con recursos escasos, lo que contribuye a la aceptación de estrategias excluyentes que reivindican el “género” como algo propio de las mujeres cis heterosexuales.

Mientras tanto, el Tribunal de Justicia de la UE y los tribunales superiores de Belice, Colombia, Nueva Zelanda, Tailandia, EE. UU. y otros países han dictaminado que la prohibición de la discriminación sexual también debería prohibir la discriminación por motivos de orientación sexual o expresión de género. La ampliación de los derechos constituye una clara victoria para los principios feministas, sobre todo cuando se abarca a las personas que no se ajustan a las nociones tradicionales y patriarcales de a quién deben amar las mujeres y los hombres, o cómo deben identificarse y presentarse las personas. Por el contrario, los discursos reduccionistas de “solo mujeres” tratan de fijar el significado del género, a la vez que dejan fuera a otras personas que buscan justicia. Quienes valoramos las formas inclusivas de promover los derechos humanos debemos rechazar esto rotundamente.

 


Este artículo es parte de una serie publicada en asociación con la Iniciativa Joven sobre la Economía Política Global de Occidental College, la división de Ciencias Sociales de la Universidad Estatal de Arizona y el Instituto de Desigualdades en Salud Global de la USC. Surge de un taller de septiembre de 2019 celebrado en Occidental sobre “Conversaciones globales transversales sobre derechos humanos: interdisciplinariedad, interseccionalidad e indivisibilidad.