Cosmopolitismo y realidades vividas: más allá de la oposición binaria entre lo global y lo local

En un mundo que parece estar saliéndose de control, ¿qué sentido tiene discutir sobre la política cosmopolita en oposición a la orientada hacia el ámbito local? 

Mientras escribimos esto, las protestas del movimiento Black Lives Matter contra el asesinato de George Floyd conmocionan a los Estados Unidos y han llevado a la gente a las calles en muchas partes del mundo para denunciar sus propias formas de violencia policial por motivos raciales y racismo sistémico. Esto forma parte de un proceso continuo que incluye las protestas del año pasado, cuando las personas privadas de derechos, desde Chile hasta Colombia, Irak, Líbano, Hong Kong y más allá, salieron a exigir sus derechos humanos: derechos económicos y derechos políticos y derechos sociales y derechos culturales.  

La avalancha de protestas, incluidas las protestas mundiales para exigir medidas sobre el cambio climático, solo redujo su ritmo debido a la pandemia de COVID-19, que ya registra más de 19 millones de casos y 700,000 muertes, y va en aumento en muchas partes del mundo. Esta oleada de protestas y pandemia también se produjo en un contexto de auge de los autoritarismos populistas que estimulan y aprovechan el caos para impulsar formas de poder cada vez más brutalmente represivas. 

En esta serie, les pedimos a ocho autores de una variedad de disciplinas, ubicaciones y perspectivas que nos dieran sus comentarios sobre dos preguntas interrelacionadas que pueden parecer ajenas a este aluvión de acontecimientos de la vida real. La primera: ¿el aumento de las intersecciones entre los actores subestatales y las normas internacionales complica nuestra forma de concebir el cosmopolitismo? La segunda: de manera más tangible, ¿el uso creciente de las normas de derechos humanos en el activismo de base podría ayudar a revitalizar los derechos humanos como un contrapeso significativo a la xenofobia mundial? 

En una época en la que los Estados se muestran cada vez más hostiles hacia el régimen internacional de derechos, los activistas han tenido algo de éxito al utilizar las ciudades como punto de entrada para la aplicación de las leyes de derechos humanos. Esta tendencia es más evidente entre quienes forman parte de la ola de las “ciudades de derechos humanos”. En relación con lo anterior, cabe mencionar que los dos autores de este artículo colaboran con la Alcaldía de Los Ángeles en proyectos que incorporan los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de las Naciones Unidas en las políticas municipales. Como sus contrapartes en ciudades de todos los EE. UU. y el planeta, el Proyecto de los ODS en LA pretende utilizar las normas internacionales para inspirar políticas municipales más eficaces sobre temas que van desde la falta de hogar hasta la desigualdad económica, los derechos LGBTQI, la reforma policial, el cambio climático y las transiciones justas. El proyecto también demuestra cómo los actores municipales involucrados aprovechan la proximidad y la interacción con las comunidades de base para identificar y solventar las brechas en los ODS, incluida su falta de especificación en materia de derechos humanos y rendición de cuentas.

Esta oleada de protestas y pandemia también se produjo en un contexto de auge de los autoritarismos populistas que estimulan y aprovechan el caos para impulsar formas de poder cada vez más brutalmente represivas. 

Estos avances recientes complican la forma en que debemos pensar en la relación entre los actores locales, las normas globales y el cosmopolitismo. Sobre todo en estos días tan cargados de tensiones, es esencial considerar cómo conceptualizamos la comunidad política y qué herramientas son más útiles para enfrentar temas desde la violencia policial por motivos raciales hasta la pandemia, el cambio climático y el auge del populismo xenófobo.

 

La lección que extraemos es que conceptualizar la comunidad como algo local en oposición al cosmopolitismo tiene tan poco sentido como limitar las opciones de los activistas a usar herramientas exclusivamente locales o globales en sus luchas. Estas falsas oposiciones binarias son engañosas y peligrosamente limitadas. Al priorizar lo “cosmopolita”, se corre el riesgo de suprimir la primacía de las realidades vividas que motivan las acciones políticas. Pocos activistas buscan el cosmopolitismo como fin en sí mismo.  

Pero al priorizar lo “local”, se corre el riesgo de borrar la manera en que las realidades vividas se constituyen a partir de corrientes locales, regionales, transnacionales y globales entrelazadas. En Los Ángeles, por ejemplo, ¿tiene sentido decir que las comunidades son o locales o cosmopolitas cuando la ciudad está conformada por comunidades de migrantes de alrededor de 140 países, que hablan 224 idiomas distintos? Y no se trata únicamente de que sea común tener múltiples identidades políticas fundamentadas en diversas comunidades y ligadas a ellas. Sino que negar esa realidad básica con una simple idea de lo “local” es conceptualizar la comunidad de forma excluyente. Al hacerlo, se reproduce y se refuerza el lenguaje xenófobo que deja a las minorías y los migrantes al margen de una noción mítica de “nuestra” comunidad singular. El efecto de esta clase de lenguaje se materializa en las formas de violencia económica y política que sufren los migrantes en Los Ángeles y otras ciudades en los Estados Unidos y, de hecho, en todo el mundo. 

Construir lo cosmopolita y lo local como una oposición binaria, entonces, resulta sumamente problemático. Nuestra pregunta sobre la función de los actores subestatales en la política global tiene menos que ver con elegir entre el localismo, las herramientas globales y el cosmopolitismo y más con reconocer que no hay una división clara entre las exigencias locales y las normas internacionales en la práctica. Las realidades vividas de las personas no se definen por un sentimiento de comunidad local en oposición a uno cosmopolita; más bien, existen en los espacios intermedios. De manera similar, al enfrentar la injusticia, los activistas eligen las herramientas que serán más útiles para sus comunidades, independientemente de si se consideran “locales” o “globales”. Las herramientas de mayor relevancia para los movimientos de base tienen tantos niveles como sus comunidades y como las estructuras de poder que desafían.  

Los derechos humanos internacionales solo son eficaces cuando los manifestantes que buscan justicia y los activistas que persiguen un sinfín de objetivos, desde una economía más verde hasta una distribución más equitativa de los recursos, los reivindican en las calles. En tiempos de crisis, las personas tienen el poder de exigir justicia a las instituciones y reimaginarlas. Black Lives Matter, por ejemplo, asumió esto directamente al definir una respuesta a las represiones locales/nacionales que fluye hacia y desde las solidaridades globales. Asimismo, las herramientas internacionales de derechos humanos se han convertido en parte de su arsenal de activismo, con algunas respuestas puntuales, aunque insuficientes, del mecanismo de derechos humanos de las Naciones Unidas.  

Como señalaron los académicos que contribuyeron a esta serie, gran parte de la labor por realizar se centra en la forma en que los enfoques de derechos humanos pueden integrarse mejor en las instituciones locales y globales, y orientarse mejor hacia una reforma estructural impulsada por las bases. Tal vez esto pueda lograrse en parte encarando de manera significativa las tensiones en los diversos aspectos de la formación de las identidades y destacando las innovaciones realizadas en los espacios urbanos. Las diferentes colaboraciones reflejan una diversidad de enfoques; sin embargo, todos los autores reconocen que es necesario ir más allá de una oposición binaria abstracta local-cosmopolita para afrontar las crisis de derechos humanos en todo el mundo, movilizando empatía y solidaridad para responder a las vulnerabilidades distintas pero vinculadas.   

En The New Jim Crow (El nuevo Jim Crow), Michelle Alexander habla de la urgencia de este tipo de empatía y solidaridad: 

“Comienza a surgir una política de profunda solidaridad –la única forma de política que engendra algo de esperanza para nuestra liberación colectiva... Es posible que el futuro de nuestra democracia dependa de que otros grupos raciales y étnicos aprendan a ver que nuestros destinos están, de hecho, irremediablemente entrelazados... Debemos aprender a cuidar unos de otros, más allá de cualquier límite o frontera, y construir un movimiento de movimientos enraizado en un amor tan feroz que cuando un niño mexicano sea arrancado de los brazos de su madre en la frontera, y cuando una niña negra sea arrancada de los brazos de su madre mientras la arrestan en las calles de Nueva York, y cuando una niña blanca sea arrancada de los brazos de su madre en un tribunal en Oklahoma, sintamos el mismo dolor, la misma agonía, como si fueran nuestros propios hijos”. 

En última instancia, no podemos tener una política orientada a lo local sin un sentido cosmopolita de solidaridad, ni podemos tener un cosmopolitismo fructífero a menos que esté profundamente arraigado en las realidades vividas que impulsan los movimientos sobre el terreno a favor de los derechos humanos en todo el mundo.

 


Este artículo es parte de una serie publicada en asociación con la Iniciativa Joven sobre la Economía Política Global de Occidental College, la división de Ciencias Sociales de la Universidad Estatal de Arizona y el Instituto de Desigualdades en Salud Global de la USC. Surge de un taller de septiembre de 2019 celebrado en Occidental sobre “Conversaciones globales transversales sobre derechos humanos: interdisciplinariedad, interseccionalidad e indivisibilidad.