Los derechos económicos y sociales nos obligan a presionar por un retorno al Estado

Original Photo: Stefan Schäfer, Lich/Wikimedia (CC BY-SA 3.0)


En 2014, Michael Komape, un niño sudafricano de cinco años, se cayó por un retrete roto (un pozo rudimentario acondicionado por su escuela) y se ahogó. Su caso fue retomado por SECTION 27, una organización por la justicia social en Sudáfrica que defiende los derechos constitucionales a la dignidad, la igualdad, la educación, la atención médica, la asistencia social, los alimentos y el agua (estos últimos derechos están consagrados en la sección 27 de la Constitución). A través del litigio y la campaña política #JusticeForMichael (Justicia para Michael), SECTION27 se impuso en su argumento sobre la responsabilidad del gobierno, pero no logró obtener reparaciones para la familia traumatizada de Michael. El tribunal dictó una orden que exige que el gobierno formule un plan para reparar los servicios sanitarios en las escuelas de la provincia de Limpopo en un plazo de tres meses. Como escribió el activista Mark Heywood, los límites de estas reparaciones para la familia de Michael provocaron indignación, y se acaba de presentar una apelación.

El caso Komape es emblemático de la compleja interacción que puede ocurrir cuando los derechos económicos y sociales son parte de un compromiso constitucional expreso. La Constitución de Sudáfrica es el mejor ejemplo de esta clase de compromisos, pero se puede argumentar que todos los gobiernos, en todos los rincones del mundo, tienen estas obligaciones, tanto desde la perspectiva de los derechos humanos como de la teoría constitucional. De hecho, el caso en sí pone de manifiesto tres retos persistentes que acompañan a estas obligaciones: en primer lugar, el del papel de los litigios dentro de las campañas más amplias de derechos humanos; en segundo, el de las tensiones entre las reparaciones complejas y las individuales, incluso en los casos de derechos económicos y sociales exitosos; y en tercero, el de las cansadas evaluaciones sobre el impacto general de las obligaciones y los derechos por los que se lucha en condiciones de disfunción gubernamental y desigualdad económica y social extrema.

Los activistas de #JusticeForMichael encabezaron una campaña amplia que se realizó de forma paralela y compatible con el litigio, pero que no dependía de este.

Los derechos económicos y sociales, cada vez más importantes para las estrategias de derechos humanos, siempre han tenido dimensiones jurídicas y constitucionales. Si bien estos derechos suelen estar relacionados con las promesas materiales de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, sus vínculos con el derecho constitucional se remontan a tiempos más lejanos. Fue en 1917 cuando los derechos económicos y sociales se inscribieron por primera vez en un texto constitucional (el de México) y, desde el final de la Guerra Fría, estos derechos han irrumpido en las leyes básicas de todo el mundo. Algunos derechos económicos y sociales, como los derechos a la educación, la atención médica y la seguridad social, ahora son estándares para la mayoría de las constituciones del mundo. Como lo demuestra la colección que edité recientemente, The Future of Economic and Social Rights (El futuro de los derechos económicos y sociales), los redactores constitucionales, las coaliciones políticas, los movimientos sociales y los litigantes han formulado cada vez más otros derechos, como el derecho a la vivienda, al agua o, más recientemente, a un medio ambiente sano. La Constitución de los Estados Unidos es un caso atípico que se resiste obstinadamente a las tendencias recientes. No obstante, como dejan claro Michael Rebell y Malcolm Langford en la misma colección, la política de los derechos económicos y sociales sigue siendo dinámica a nivel de las constituciones estatales de los EE. UU., sobre todo en lo que respecta a las garantías educativas. Esta política también está presente a nivel federal, aunque en ese ámbito es aún más controvertida, como se puede ver en diversas campañas basadas en los EE. UU. que defienden los derechos a la atención médica, la educación y la vivienda.

La elección entre las reparaciones estructurales y las respuestas individuales no se trata de seleccionar una opción y excluir a las otras.

Pero el atrincheramiento constitucional solo es una parte de la batalla por el reconocimiento de los derechos económicos y sociales. Como ponen de manifiesto una larga lista de casos sudafricanos, y según confirman los datos de India, Colombia, Brasil y otras jurisdicciones, cada vez que se “legalizan” esta clase de compromisos suscitan preguntas difíciles. En primer lugar, surge la inquietud de que los abogados, y los litigios, puedan tomar el control de una campaña de derechos humanos y que absorban o desplacen a los movimientos sociales y las acciones democráticas más amplias. Esta inquietud no es nada nueva, y los activistas experimentados suelen tenerla presente. Por ejemplo, los activistas de #JusticeForMichael encabezaron una campaña amplia que se realizó de forma paralela y compatible con el litigio, pero que no dependía de este. Aunque aprovechó la publicidad que generó el caso (y muchas veces presentó argumentos jurídicos para maximizar dicho efecto), la campaña en sí nunca estuvo supeditada a una victoria judicial. No cabe duda de que Sudáfrica tiene un historial particularmente robusto en materia de derecho de interés público —y, en palabras de Jason Brickhill, es el contexto para una tormenta perfecta— para respaldar los litigios estratégicos. Pero sería un error pensar que Sudáfrica es la única jurisdicción donde la ley y la política se encuentran, con frecuencia, en los tribunales.

La necesidad de trabajar con gobiernos recalcitrantes, disfuncionales o corruptos —y reformarlos— no es algo nuevo para la defensa de los derechos humanos.

En segundo lugar, en cualquier contexto de aplicación —de derechos consagrados o deberes reconocidos o ambos— existe una preocupación por las reparaciones. Después de una larga experiencia en Estados Unidos, se pensó que las órdenes complejas, sistémicas y estructurales —los tipos de órdenes que podrían eliminar la segregación en una escuela o reformar una prisión— proporcionaban la aproximación más cercana a las reparaciones. Esta clase de litigios para lograr reformas estructurales han influido en las campañas a favor de los derechos humanos en otros contextos nacionales, regionales e internacionales. Sin embargo, el caso Komape muestra que las órdenes sistémicas en la jurisprudencia sudafricana —la exigencia de un plan de acción gubernamental, un cambio declarado en los programas gubernamentales o una alteración de los privilegios de fondo que confieren los derechos de propiedad— pueden tener un costo. En efecto, confirma que la elección entre las reparaciones estructurales y las respuestas individuales no se trata de seleccionar una opción y excluir a las otras: como demuestra el trabajo reciente de Kent Roach, los tribunales pueden responder en “dos vías” y dictar tanto sugerencias proactivas y sistémicas (con cronogramas u órdenes suspendidas) como indemnizaciones reactivas e individuales.

En tercer lugar, los derechos económicos y sociales se basan en una teoría de la responsabilidad del gobierno en materia de derechos humanos (la cual confirman los principios de la ONU sobre la responsabilidad de las empresas). Pero además de la responsabilidad, también se fundamentan en una teoría sobre la capacidad del gobierno. Sin embargo, esta fundamentación no tiene lugar cuando las violaciones de derechos en cuestión son el resultado de un largo legado de gobiernos disfuncionales, ausentes y con recursos insuficientes. Difícilmente se puede encontrar un gobierno al que no afecte esta crítica. Sin embargo, la necesidad de trabajar con gobiernos recalcitrantes, disfuncionales o corruptos —y reformarlos— no es algo nuevo para la defensa de los derechos humanos. La campaña para arreglar los baños escolares en la provincia de Limpopo ilustra, en muchos sentidos, el desafío actual del gobierno y la gobernanza en un microcosmos: capas de responsabilidades y acción gubernamental entre varias autoridades superpuestas, y la búsqueda de puntos de presión para obligar a que se tomen medidas y se rindan cuentas en cada una de ellas.

Se podría argumentar que concentrar nuestra atención en los deberes del gobierno es participar en un juego que ya está perdido. En nuestro mundo de poder (y capital) globalizado, fundamentalismo de mercado neoliberal, captura del Estado, enormes desigualdades materiales y un retorno cada vez más preocupante al nacionalismo y al nativismo, es tentador apartarse de la unidad de análisis del Estado-nación. Tentador, pero contraproducente. Así como el debido respeto a los derechos económicos y sociales ha alterado nuestra comprensión del derecho internacional de los derechos humanos, también ha desafiado los entendimientos previos de los derechos constitucionales, los cuales se percibían principalmente como de carácter negativo (es decir, como la protección de espacios que el gobierno no pudiera invadir) y contramayoritarios (es decir, como el otorgamiento de voz a las minorías y otros actores a los que no representan las instituciones democráticas mayoritarias).

Nuestra visión del Estado no tiene por qué reducirse tanto. Los derechos económicos y sociales nos obligan a presionar por un retorno al Estado, al menos en parte, y expresar los deberes del gobierno desde una perspectiva de derechos.