La relación con el sistema de justicia en el marco de la desigualdad en América Latina


El acceso a la justicia es un derecho humano y es fundamental para construir instituciones eficaces, responsables e inclusivas en todos los niveles. Pero en América Latina, la región más desigual del mundo, grandes sectores de la población carecen de acceso pleno e igualitario a la justicia. El latinoamericano promedio tiene más probabilidades de ser víctima de un delito violento que cualquier otra persona en el mundo, y también se encuentra entre las personas con menos probabilidades de que se resuelvan sus denuncias penales. En cuestiones civiles, no se atienden las necesidades jurídicas de muchos ciudadanos y ciudadanas, lo que les afecta social, económica y, en ocasiones, físicamente. Y a pesar de los avances en el alcance y la autonomía de los tribunales con jurisdicción constitucional, la protección de los derechos de los ciudadanos y ciudadanas sigue siendo muy desigual entre los diferentes grupos sociales y regiones geográficas.

Mientras tanto, las encuestas  revelan que las percepciones ciudadanas de los sistemas de justicia en América Latina son consistentemente negativas. A pesar de los enormes gastos en reformas legales y judiciales en la región, de la mejora significativa en el desempeño del sector judicial en muchos casos, y de la variación institucional entre los países, las percepciones negativas de los ciudadanos y ciudadanas suelen persistir.

Pero ¿cómo se relacionan estas percepciones negativas del sistema de justicia con el acceso reducido o desigual a la justicia en la región? La literatura basada en encuestas nos dice poco sobre el origen de las percepciones negativas, cómo se ven afectadas por las desigualdades interrelacionadas que caracterizan a estas sociedades y cómo afectan la disposición y la capacidad de la ciudadanía para acceder al sistema de justicia.

En 2017, nos dispusimos a explorar el nexo entre la desigualdad, las percepciones sobre los sistemas de justicia y la relación con el sistema legal mediante la realización de grupos focales en dos ciudades latinoamericanas con instituciones judiciales sólidas y niveles altos de desigualdad: Santiago, Chile y Medellín, Colombia. Los grupos focales nos permitieron indagar más allá de las respuestas de las encuestas para conocer las fuentes y las consecuencias de las opiniones negativas de las personas sobre el sistema de justicia. Elegimos a Colombia y Chile porque, a pesar de sus claras diferencias históricas e institucionales, los encuestados y encuestadas en ambos países informan de manera consistente que poseen una confianza igualmente baja en sus sistemas de justicia. Queríamos profundizar más para descubrir si esta similitud persiste más allá de las respuestas generales de las encuestas. También queríamos saber si factores semejantes influyen en las percepciones sobre el sistema de justicia en los dos países y cómo y por qué estas percepciones afectan la manera en que las personas de diversos sectores sociales se relacionan con sus sistemas judiciales.

Tuvimos conversaciones con grupos de personas con algún elemento común entre ellos: su género, clase social, edad, raza o condición de desplazados. Les preguntamos qué harían ante dos situaciones hipotéticas distintas: un vecino ruidoso y cada vez más hostil y una acusación falsa de robo acompañada de maltrato por parte de la policía. ¿A quién acudirían? ¿Qué pasaría si acudían a la policía, a los tribunales o a otros funcionarios? Luego les preguntamos a los participantes qué piensan sobre el sistema de justicia y de dónde provienen estas percepciones.

Obtuvimos tres resultados principales:

Primero, encontramos que las decisiones de los ciudadanos y ciudadanas de recurrir a las leyes y los tribunales son bastante independientes de su confianza en el sistema de justicia. Los niveles bajos de confianza institucional no siempre disuaden a las personas de buscar la reivindicación de sus derechos a través del sistema de justicia, incluso las que pertenecen a grupos desfavorecidos, . Sin embargo, encontramos que no siempre lo hacen con la expectativa de obtener una reparación efectiva. Muchas de las personas que expresaron poca fe en el sistema judicial de todas maneras entablarían un proceso legal para reafirmar su estatus y su capacidad de acción como ciudadanos y ciudadanas, obligar al Estado a reconocer su situación o constatar los abusos oficiales.

Por ejemplo, los participantes en Chile, independientemente del género, la edad y la clase social, insistieron en que “no se quedarían callados” cuando se les plantearon las violaciones de derechos hipotéticas. Como “no estamos en una dictadura”, les parecía importante como ciudadanos “dejarlo en el registro”, para estar seguros de que la violación “no sea ignorada”, incluso cuando “puede que logren absolutamente nada” con sus acciones.  

De manera similar, los participantes en Colombia, de diferentes géneros, razas y clases sociales, afirmaron que denunciarían los abusos policiales porque “ese es el protocolo” y es una manera de “dejar prueba” de la violación de derechos. Expresaron que los actores estatales, cuyo deber es “cuidar nuestros derechos e integridad”, deben responder a un estándar elevado y, por lo tanto, es preciso denunciarlos si abusan de su poder, incluso si la queja “no llegara a ningún lado”. En otras palabras, las percepciones negativas no se traducen en nihilismo legal ni en Chile ni en Colombia.

Nuestro segundo hallazgo en ambos países es que los grupos que tradicionalmente han enfrentado múltiples tipos de discriminación y exclusión del poder perciben que el sistema de justicia los trata de forma injusta. En consecuencia, estos grupos se alejan de las rutas estatales y constitucionales y utilizan una combinación de estrategias no estatales para resolver sus conflictos y reparar daños (por ejemplo, reuniones comunitarias, ONG, conciliación personal, hacer justicia por su propia mano o pedir ayuda a las bandas criminales que operan en los barrios). Cuando estos recursos no están disponibles, es más probable que las personas se den por vencidas. Por ejemplo, en Chile, las mujeres de escasos recursos perciben menos opciones que sus homólogas colombianas por lo que, frente a las amenazas, consideran que “salir” del barrio es la única solución. Los grupos con exclusiones intersectoriales o múltiples (por ejemplo, las mujeres afrocolombianas o desplazadas en Colombia), por lo general, optan por utilizar las rutas no estatales con mayor frecuencia, mientras que los hombres de niveles socioeconómicos más altos son los que menos usan estas rutas alternativas, ya que se ven a sí mismos como capaces de manejar el sistema y tienen los recursos económicos para hacerlo.

En tercer lugar, encontramos diferencias considerables entre las formas en que los participantes en Colombia y Chile entienden sus derechos y el grado en que están familiarizados con los recursos institucionales para el conflicto. Los colombianos y colombianas de todas las categorías sociales tienen un conocimiento más profundo de sus derechos y de los matices del sistema de justicia. En Colombia, los participantes dijeron cosas como “iría a la Oficina de Derechos Humanos de inmediato porque [la policía] no te puede tratar así” y “la Oficina de Derechos Humanos les cree más a los ciudadanos que a los policías”. En contraste, los chilenos y chilenas, sobre todo los de grupos de bajos ingresos, informan niveles bajos de eficacia personal frente al sistema de justicia, como evidencian declaraciones como “Le dije a mi hijo que deberíamos hacer una denuncia [sobre una violación de derechos humanos] pero no sabía a dónde ir”. Esto fue representativo de una percepción más amplia de “falta de información” y de “no saber cuáles son los procedimientos” en casos de violaciones de derechos en Chile. Las razones de estas diferencias son variadas, pero sugieren que la educación pública puede contribuir a subsanar las deficiencias de información.

En conjunto, estos hallazgos exigen mecanismos de empoderamiento jurídico que fortalezcan la capacidad de todos los ciudadanos y ciudadanas para identificar, exigir y hacer cumplir los derechos legales. Entre los grupos marginalizados, persiste el deseo de entablar acciones legales, pero muchas veces los ciudadanos y ciudadanas no creen saber cómo manejar el sistema, o no creen que el sistema funcionará en su favor. Esto subraya que la igualdad de acceso a la justicia implica más que mejoras físicas y técnicas de las instituciones judiciales; también requiere procedimientos claros y sistemas de apoyo para ayudar a las personas a avanzar con éxito en el proceso. El caso colombiano puede ofrecer lecciones a este respecto, que esperamos explorar en futuras investigaciones tanto en América Latina como en los Estados Unidos, dondeestamos realizando grupos focales similares en Nueva Jersey. Sin embargo, también es importante reconocer que no todos los conflictos tienen que resolverse a través del sistema de justicia.Promover alternativas que empoderen a las comunidades para que prevengan, reduzcan y resuelvan sus propios conflictos ayudará a aliviar la presión sobre los sistemas sobrecargados.

Actualmente, las autoras están trabajando en un proyecto de investigación que explora cómo, por qué y con qué consecuencias los ciudadanos perciben las opciones legales a su disposición para resolver disputas, responder a la victimización y brindar reparaciones si se violan sus derechos en Chile y Colombia. Su trabajo de investigación ha recibido financiamiento de la Iniciativa de Derechos Humanos de la Universidad de Minnesota, el Instituto para Equipos de Investigación Multidisciplinarios de la Universidad de Rutgers-Newark y la Carnegie Corporation of New York.